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El Cid Campeador: de la leyenda al guerrero histórico (1ª parte)

Estatua ecuestre del Cid en la ciudad de Burgos

Fernando Pinto Cebrián
Doctor en Historia
Universidad de Valladolid

 

Introducción

Generalmente todos los historiadores y escritores que han analizado la figura del Cid Campeador han coincidido en reconocer y ensalzar su astucia, audacia, prudencia y habilidad como caudillo militar así como su fuerza, destreza y valentía temeraria como guerrero en los combates, y sólo unos pocos han apuntado, desde un punto de vista específicamente militar, aunque con escasa minuciosidad, sus aciertos en el terreno estratégico y táctico, sobre todo en referencia al primero, y, asimismo, prácticamente nada se ha hablado de su pensamiento militar acorde con la forma de guerrear de su época.

Así pues, fuera de lo dicho dentro de la cronología bélica que le atañe, en la mayoría de los trabajos ha faltado, tal vez por falta de especialización técnica o de interés por lo militar, estudiar, con un tratamiento acorde a la metodología propia de la historia militar, sus actividades bélicas al objeto de, esquematizándolas didácticamente, alcanzar, con cierta profundidad y rigor, los aspectos militares que rodearon al Campeador.

Estatua ecuestre del Cid en la ciudad de BurgosEstatua ecuestre del Cid en la ciudad de Burgos
Diversos autores han reconocido tal hecho. El burgalés, historiador militar, Gárate Córdoba escribió al respecto un artículo en el que señalaba que la historia militar eludía al Cid (GARATE, 2000, pp. 38-53) y el historiador García Fitz señalaba posteriormente que “resulta sorprendente […] el desprecio o, como poco, la minimización que a veces se ha hecho de la vertiente militar del personaje” (GARCÍA, 2000, p. 384). 

El resultado: que la imagen del Cid como héroe legendario sujeta al mito literario esté por encima de aquella del guerrero histórico.

Hay que tener en cuenta que la literatura medieval de carácter bélico de aquel momento, empleada luego como fuente histórica por muchos autores, presentaba a modo de ejemplo válido para el presente o el futuro inmediato a reyes, estadistas, guerreros, héroes, que actuaban movidos por la Divina Providencia, sin formar parte de una historia militar, en aquel momento inexistente como tal. 

Son textos épicos que, a pesar de aportar ciertos datos castrenses relacionados con sus hazañas, ampliamente recogidas por sus estudiosos, enmascaran los aspectos concretos de lo bélico arañando sólo la superficie fuera de todo pragmatismo no aportando nada sustancial al Arte de la Guerra.

No obstante, muchos autores posteriores así la consideraron en razón a sus temas, creados y recreados en base a acontecimientos bélicos y a las hazañas militares de sus héroes a pesar de que en ella se entretejían leyendas, milagros, hechos fantásticos, en algunos casos de modo consciente a modo de propaganda al querer educar a sus lectores, más moralmente que para la guerra, a través de las imágenes ensalzadas y exageradas a propósito de sus actores.

Una ´historia`, en todo caso inmediata y sin función didáctica militar, ya que en principio se consideraba que el pasado lejano no podía ser conocido correctamente por los que vivían el presente; una historia que, aunque aporte ciertos datos castrenses, hay que tomar en su verdadera dimensión y valor.

Así pues, en el caso que nos ocupa, no toda ella se puede emplear, aunque ayude, como fuente rigurosa para la determinación del pensamiento militar de D. Rodrigo Díaz de Vivar, dado que lo escrito en el Medioevo sobre nuestro personaje, poesías y crónicas (Crónica Rimada, Cantar del Mío Cid, Carmen Latino, Crónica Leonesa, Gesta Roderici Campidocti o Historia Roderici) está a caballo entre la leyenda y la realidad.

Uno de los folios del Cantar de mio CidUno de los folios del Cantar de mio Cid

De acuerdo con lo dicho, somos conscientes del problema de las fuentes originales (detractores y partidarios de las mismas) y no vamos a entrar en la determinación de la validez histórica o no de ellas en el plano militar, asunto ya tratado hasta la saciedad; asimismo somos conscientes que, de acuerdo con el uso que se haga de las mismas, el resultado puede ser más o menos discutido. Cuestión que obviaremos siguiendo, para intentar alcanzar la finalidad aquí perseguida, aunque sea en esbozo, a aquellos autores que con más rigor han expuesto las acciones guerreras del Campeador. 

Así, para alcanzarla, partiremos inicialmente de los datos historiados conocidos sobre la forma de guerrear en la época del Cid al objeto de, en ese marco, analizar luego sus hechos de armas buscando la comprensión de sus actitudes bélicas, tanto tácticas como estratégicas, y, como resultado, intentar alcanzar su pensamiento militar.

En definitiva, dejando de lado otros aspectos tales como la justificación del porqué y para quien guerreaba, abriremos el camino indicado entrando con bisturí castrense en su realidad bélica para tratar de definir el cómo guerreaba, es decir, saber cómo pensaba militarmente a la hora de planear sus acciones y decidir cara al enemigo, sus ideas estratégicas en su caso, sus procedimientos tácticos, como empleaba sus fuerzas, y la adecuación de sus medios de combate al hecho bélico.

El Arte de la Guerra en la época del Cid Campeador 

Antes de comenzar una breve consideración sobre el significado del Arte o Ciencia de la Guerra, concepto fuera de la época cidiana, que, didácticamente, nos ha de permitir caminar a través de los elementos propios de la forma de hacer la guerra en aquel tiempo.

El Arte de la Guerra engloba pues todos aquellos elementos cuyo conocimiento enseña al mando militar a emplear con ventaja frente al enemigo las fuerzas disponibles mediante la adecuada disposición y conducción de las mismas. 

Así, para alcanzar la victoria, objeto de dicho arte en la guerra, es necesario saber de organización de las fuerzas (propias y enemigas), de sus hombres, armas y medios, de la estrategia y táctica que los mueve, y de la logística que les apoya.

Detalle del Tapiz de Bayeux, del siglo XIDetalle del Tapiz de Bayeux, del siglo XI
Pero antes hemos saber del tipo de guerra a que nos referimos. Era una guerra afectada por lo religioso, de tal forma que algunos autores militares la han calificado, como Gárate Córdoba, de “divinal”, al hacer constar la presencia de lo religioso (oraciones antes de la batalla, absoluciones generales a los combatientes, jaculatorias, etc.) en el Poema del Mio Cid y otros textos de la literatura medieval; una guerra en la que, a la brutalidad de su realidad se unía, constituyendo su esencia, el providencialismo, ya que en ella se enfrentaban los castellanos, pueblo de cristianos creyentes, a los moros, pueblo de infieles, enemigo diabolizado (GARATE, 1967a, p. 38; 1967b, p. 7), en suma, una Cruzada emprendida contra el Islam.

Una guerra conformada en general por una sucesión de campañas, expediciones, asedios, saqueos y alguna que otra batalla campal.

En cuanto a la organización de las fuerzas durante su época guerrera, hemos de considerar por un lado aquellas de los cristianos y por otro las de los musulmanes, cuyas fuerzas se habían fracturado en reinos de Taifas, antes de la llegada de los almorávides.

Respecto a los primeros, en la España medieval, la reunión de hombres armados no tuvo un nombre concreto, recibían en principio aquel de fonsado, hueste, cabalgada, etc. según la empresa bélica que se fuera a acometer, siendo el de hueste el que se generalizó definiendo un conjunto de hombres armados en cualquier situación. Aglutinadas varias huestes (tropas de diferentes orígenes: mesnada real, mesnadas señoriales, milicias concejiles, vasallos a soldada, mercenarios, etc.) bajo el mando real se constituía la hueste real. 

En todo caso eran unas fuerzas de tamaño reducido y de escasa cohesión, reunidos tan sólo por periodos cortos, existiendo exageración en los números aportados en muchos de los textos de la época.

Fuerzas compuestas generalmente por un grupo de caballeros, la caballería, el arma base en la batalla a campo abierto con la carga como elemento crucial, sus escuderos, arqueros y una infantería campesina encargada de derribar a la caballería enemiga atacante sirviendo de escudo a la propia, sin existir una regla fija en cuanto a la proporción entre caballeros e infantes.

Por su parte, los ejércitos de las Taifas agrupaban a miembros de sus cabilas, a mercenarios musulmanes y cristianos desaforados convertidos en vasallos de asoldada; y, posteriormente, los ejércitos almorávides, con los que se estancó la reconquista, constituidos por las cabilas más próximas a su líder, Yusuf ibn Tasufín, y los voluntarios de la Guerra Santa. La base de su ejército era también la caballería, aunque más ligera que la cristiana (a la jineta), y la infantería, que actuaba, asimismo, además de en defensa de la primera, como fuerza ofensiva en masas compactas de peones; forma de actuar que sería imitada en parte por los cristianos.

En ambos casos los combatientes de los dos bandos eran por lo general hombres profundamente religiosos, fuertes, rudos, y crueles en la acción.

El Cid legendario en la versin del artista Vctor Manuel Ausn SinzEl Cid legendario en la versin del artista Vctor Manuel Ausn Sinz
En cuanto a los medios empleados en la guerra, los caballeros medievales no vestían uniforme pero si contaban con una ropa que les protegía de las armas enemigas: como defensa principal la loriga, confeccionada con un tejido de mallas de hierro que cubría la mayor parte del cuerpo, los brazos (reforzados con cuero: fojas o bracaletes),  el cuello (la gorguera) y la cabeza con una capucha almohadillada del mismo tejido (el almófar, y sobre ella un casco simple, generalmente cónico con un nasal que cubría el centro del rostro); las piernas a su vez se cubrían con las brafoneras, también de malla. Por encima de la loriga, el perpunte, más corto y de tejido acolchado; y por encima de este la sobreseñal o sobrevesta con el blasón o distintivo del caballero. 

Respecto a las armas, el escudo que podía defender al caballero cristiano, podía ser circular, de no gran diámetro, y el denominado pavés, de forma ojival invertida y de gran dimensión protegiendo desde el cuello; los más pesados para el combate a pie y los más ligeros en el de a caballo. La lanza, en principio, arrojadiza y más tarde arma de choque con asta más larga y pesada, era el arma principal. Y la espada de hoja ancha propia para el tajo y corte, denominada espada tajadora, de una longitud aproximada de un metro. 

Así pues, el atondo, equipamiento mínimo del caballero consistía en lanza, espada, escudo, protecciones corporales, silla de montar, freno, estribos largos sobre los que, con las piernas estiradas, se apoyaban los caballeros en el combate y espuelas.

Como vemos con tales ropas y armas los caballeros tenían que estar dotados de una gran fortaleza física y montar a la brida unos caballos potentes con unas sillas especiales que sujetaran bien al jinete en la carga. 

Los hombres de a pie o peones, la infantería, al margen de los arqueros y ballesteros, participaban en la acción en principio con piedras y lanzas con las que derribar a los caballeros, añadiéndose posteriormente hachas, martillos de armas y mazas diversas. 

Y en caso de sitio se contaba con una artillería a cuyo cargo había diverso material de cerco como arietes, catapultas y máquinas de aproximación.

Por su parte, los musulmanes se enfrentaban a tales armas con un casco enturbantado y cota de mallas por encima de la ropa, con lanza, cimitarra de dos cortes, alfanje y espada de caballería como la llamada gineta (modelo fabricado principalmente en Granada al que pertenecía la Tizona o Tisón del Cid ), y con arcos, mazas (amrab), la gumía, cuhila y pica de la infantería.

En cuanto a las operaciones dentro del proceso general de expansión territorial de la Reconquista (no citada, en general, como tal), su naturaleza estaba lejos de las grandes concepciones estratégicas; su estrategia era pues limitada, de corto alcance, de aproximación indirecta, buscando alcanzar los objetivos deseados en cada momento (políticos, económicos o territoriales) desestabilizando el territorio por el que avanza el enemigo, desgastando y erosionando sus recursos, ocupando o defendiendo puntos fuertes (fortalezas, ciudades amuralladas) que permitieran el control del espacio (de ahí su papel importante en la estrategia), pero sin llegar generalmente al choque directo de la batalla campal decisiva para aniquilar al enemigo, que, aunque se procurara en alguna ocasión, en todo caso era poco frecuente, siendo generalmente consecuencia indirecta de una cabalgada o de un cerco.

Así pues, la batalla campal, cuyo resultado se consideraba siempre incierto en relación con la estrategia apuntada fue un elemento secundario; en ella en ambos bandos la carga de la caballería era esencial, con o sin tornada (carga de vuelta), siendo la infantería del lado cristiano fuerza auxiliar de la caballería, a la que sigue a veces con dificultad, y del lado musulmán una fuerza algo menor salvo en el caso del ejército almorávide. 

Batalla campal. Imagen de la Batalla de Atapuerca (Burgos). Autora: Ana Erika Gil de MiguelBatalla campal. Imagen de la Batalla de Atapuerca (Burgos). Autora: Ana Erika Gil de Miguel
Por su parte, los asedios o cercos eran operaciones difíciles y arriesgadas que requerían gran cantidad de fuerzas y de medios, y cuyo resultado no era siempre positivo ya que el bloqueo y el asalto por la fuerza rara vez daban la victoria, además en su contra estaba la posible llegada de refuerzos de socorro a la guarnición. Generalmente la victoria se alcanzaba por continuidad en el tiempo y el conocimiento por parte del sitiado de que nunca recibiría ayuda, bien a través de la intriga y la traición que abre las puertas a los sitiadores o por una batalla campal entre las fuerzas de los sitiados que salen de la fortaleza buscando el enfrentamiento con el sitiador para dirimir la situación.  

Del lado cristiano, las acciones militares de índole táctica más frecuentes eran, de carácter ofensivo, las expediciones y la “guerra guerreada”; acciones que requerían una técnica militar sencilla, poca entidad de fuerzas, poca logística y que partían temporalmente de manera estacional, con objetivo a distancia corta, media o larga, desde una fortaleza tomada como base de operaciones, pudiendo en su caso apoyarse en otras intermedias.

Las primeras, reales o públicas, también denominadas fossato o fonsado, consistían en la reunión de tropas de consideración dirigidas por el rey para llevar a cabo una campaña que podía terminar en una batalla campal o en el asedio de una plaza o fortaleza.

Las segunda, la “guerra guerreada” ,  presentaba acciones tales como la cabalgada, incursión rápida y profunda en territorio enemigo, que podía ser concejera cuando contaba con fuerzas suficientes como para un combate a campo abierto o encubierta, cuando se realizaba, buscando botín, con pocos hombres evitando el encuentro con el enemigo; asimismo la algara, de menor alcance y duración que la cabalgada, también para buscar botín; la corredura, de menor entidad que la algara, realizando merodeos por territorio enemigo; y, por último la celada, a modo de emboscada fija al enemigo en un lugar adecuado.

En todos los casos el objetivo, fuera de aquel de la anexión territorial, era claro dentro del general de desgastar al enemigo: arrasar su territorio, quemar sus cosechas, robar su ganado, extender el hambre, romper su cohesión a través del miedo, obtener botín, capturar cautivos, conseguir abastecimientos, castigar al enemigo incursor, preparar un cerco o socorrer a fuerzas sitiadas, incluso servir de distracción ante un enemigo más fuerte.

Éstas eran las acciones más comunes de hacer la guerra medieval ya que eran un medio eficaz de adaptar los medios disponibles a los objetivos buscados. Eran acciones que requerían por su corta duración y pequeño alcance, poca financiación en armas y medios logísticos y un número pequeño de efectivos.

En cuanto a las batallas campales, cuando se producían el éxito era alcanzado por aquel que, con fuerte liderazgo, capaz de infundir moral de victoria y de disciplinar a sus tropas, empleara sus fuerzas combinándolas con mayor acierto y las adaptara mejor al terreno de la acción, aprovechando las debilidades del enemigo o provocándolas en su caso.

De carácter defensivo, amén de la defensa de localidades y fortalezas, se practicaban el apellido, consistente en una reunión de fuerzas para defender una localidad o perseguir al enemigo que les hubiera causado daños; y también la anubda, con misión de vigilancia lejana de las villas con elementos a caballo. 

Del lado musulmán las cabalgadas eran similares y en cuanto a las batallas sus acciones eran rápidas, con repetición de las cargas, utilizando una infantería en menor número que, aumentada en el caso del ejército almorávide, podía actuar ofensivamente avanzando alineados a golpe de una gran masa de tambores con el objeto de asustar a los caballos cristianos empleando largas picas para detener las cargas cristianas

Por último, en cuanto a la logística de guerra, sin que existiera un servicio regular, las armas, víveres y material de campamento eran proporcionados por el rey o los señores combatientes en ambos bandos.

Es en este marco general en el que se han de encuadrar las actividades bélicas del Cid.  

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