Maestrazgo
Textos y fotografías: Gontzal Largo.
El barranco del Ojal visto desde Cantavieja / Gontzal Largo
Un Trayecto Desde Mosqueruela Hasta Morella. Y Vuelta. Por Teruel y Castellón.
En Verso. En Bicicleta. En Primavera.
Comencé a pedalear en Teruel (la capital, la del torico) un día de verano de 2016.
De cómo llegué hasta Mosqueruela lo guardo para otro día
porque hubo un par de puertos, un par de calores, un pinchazo
y un poco de trenza de Almudévar con pepitas de chocolate (comprada en Mora de Rubielos).
Digamos que el llano de Mosqueruela es un premio tras todo aquello.
Es un valle que parece un lago,
un lago sin agua,
un lago sin agua entre montañas (que es como más luce un lago),
un lago de secano, repleto de espigas de trigo
(o puede que sean de cebada, o puede que sean de centeno)
y un pino que llaman ‘Letrado’ que tiene casi cinco siglos
(está junto a la carretera A-1701, no tiene pérdida).
Cuando llegué a Mosqueruela cené ensaladilla rusa,
atravesé la puerta de San Roque al anochecer y me retiré a la cama.
Hasta mañana.
No gusta la carretera A-1701.
No gusta si vives en Mosqueruela y viajas al norte,
no gusta si tienes coche, no gusta si está ligada a tu rutina diaria.
Gusta si viajas por ahí en bicicleta una mañana de junio.
Campo de secano en el llano de Mosqueruela / Gontzal LargoA mí me encantó.
La conocí estrecha, sin pintura, mil veces parcheada, largas rectas, pendientes suaves.
La conocí en obras porque la están ampliando y mejorando. Lentamente, muy lentamente.
Me llevó hasta las pinturas rupestres del barranco Gisbert,
primitivas, sencillas como una mañana de domingo.
Me llevó hasta el puerto de la Estrella, entre monte bajo y manchas de pinos.
Y me llevó hasta el río de las Truchas que divide Teruel de Castellón, que baja seco,
sin agua, sin truchas, pero con un puente que parece un milagro (luego explico el porqué).
El puente tiene 70 metros de largo, un solo ojo (que es mucho) y arco gótico.
Lo hicieron con la técnica de la piedra seca y de color bermellón.
Lo podría levantar un niño: consiste en amontonar una piedra encima de otra,
sin argamasa ni tapial ni nada. Y ya (ésta es la explicación que debía).
Pasé dos veces por el puente y resistió. Lleva resistiendo así desde el siglo XIV, claro.
Subí a La Iglesuela del Cid en dos o tres suspiros y corrí a refugiarme a la fuente de la Lonja,
donde había sombra y fresco, y pude comer un bocadillo de jamón (de jamón de Teruel).
Por ahí estaba el cartero de La Iglesuela
(que había aparecido por el arco de la torre de los Nublos), me soltó un ‘qué aproveche’ y sonrió.
Me acerqué a la ermita de Nuestra Señora del Cid y pasé por las huertitas que dividen la ciudad,
paseé junto al cementerio que ya no tiene difuntos
(aunque conserva los cipreses y la maleza).
Y marché de allí porque volvería días después, cuando cerrara el anillo de Morella.
El viaje entre La Iglesuela y Cantavieja tenía regalo porque, a mano derecha, aparece la obra del río de la Cuba.
El río ha desgastado salvajemente los montañones hasta dejarlos como Monument Valley.
De hecho, es como Monument Valley pero con alfombra verde
y con caminos de tierra que conducen a masías ganaderas,
a solitarias masías ganaderas que salpican, aquí y allá, el Maestrazgo.
Algunas son modestas y pequeñas.
Otras son más complejas, cuentan con varios edificios
y hasta con un torreón defensivo de la Edad Media
y ahí siguen, sin carretera que las comunique con el mundo. Sólo caminos.
También hay grandes naves de ganado, naves con jamones que (todavía) pertenecen a los cerdos.
Cuando pensaba en jamón y masías apareció Cantavieja
que tiene un cartel que jura que es uno de los pueblos más bonitos de España.
Y más bonito quedará cuando acaben las obras, pues tenía algunas calles patas arriba.
Vi colarse a una señora en la iglesia parroquial (unos minutos antes estaba cerrada)
y empezaron a oírse unos cánticos.
Era el coro del pueblo que ensayaba, que me insinuaba que aprovechara para colarme en el templo ahora que no había
nadie,
que hacía fresquito en el interior
y se podía ir de capilla en capilla, fisgando éste o aquel santo, sin miedo a ser tomado por un tipo raro.
Tenían un San Lamberto hermosamente decapitado (y no es broma), tenían dos San Cristóbal,
tenían una capilla con una imagen de Jesucristo a la que golpean los rayos del sol en las tardes de junio.
Sólo a él y a nadie ni a nada más.
Parecía como magia, parecía como en la primera película de Indiana Jones.
Me senté en un banco junto al castillo de Cantavieja
y me dediqué a ver gente, como un vagabundo feliz,
observé a un vecino aparcar un Land Rover de aquellos antiguos, de aquellos marrones y caquis
que eran resistentes como un tanque y parecía que venían con el barro en las alfombrillas de serie.
Nunca conocí un Land Rover de aquellos antiguos, de aquellos marrones y caquis, que no tuviera barro en las alfombrillas de goma.
No sentí pena al abandonar Cantavieja porque hay un agradable descenso
por una carretera que parece una serpiente,
una serpiente que empieza a reptar tras haber echado la siesta,
que primero se desenrosca
y luego avanza en línea recta, junto a los chopos del río Cantavieja.
La vieja carretera hacia Mirambel había desaparecido.
Era vieja y curvada, con muchos parches, ya ningún vecino le tenía cariño.
La sustituyeron a principios de 2016.
Estrené la nueva, con un flamante viaducto, arcenes amplios, un firme muy terso
y una pendiente que pilla a traición
porque no hay nada menos apetecible que subir una cuesta tras haber bajado otra.
Los ciclistas llaman a estos tramos ‘rompepiernas’.
Pío Baroja escribió que Mirambel era un pueblo cerrado, hierático y misterioso, (los adjetivos son suyos, no míos)
y lo comparó con un animal muerto,
uno que permanece en el interior de su concha.
Ahora Mirambel tiene un poco menos de todo eso
gracias a su nueva carretera (la vieja todavía puede disfrutarse en el Google Street View hasta no se sabe cuándo).
Mirambel es pequeño, se puede atravesar con dos minutos de pedaleo, pero no quise hacerlo así.
Entré por el portal de San Roque, aunque el de la Fuente es más hermoso
porque tiene una cruz templaria y te escupe frente a la iglesia.
Decía que entré por San Roqué, metí el plato pequeño
porque las calles de Mirambel son estrechas y traicioneras, pavimentadas con piedra tosca,
como los pueblos de antes.
Tomas una curva y aparece una cuesta.
Tomas una cuesta y, al final, aparece una curva.
Pasé junto al antiguo hospital en ruina eterna, donde hace tiempo me mostraron una, otra, cruz templaria.
Busqué el buzón de piedra con la cara de Pío Baroja
y acaricié su boina.
Y salí por el portal de las Monjas y agaché la cabeza al pasar bajo las yeserías,
e imaginé a monjas de hace siglos (el portal forma parte de un antiguo convento) espiando a quienes entraban
y a quienes salían del pueblo.
E imagine a las monjas maldiciendo (aunque las monjas no deberían maldecir) a quienes construyeron la muralla norte de Mirambel,
porque para conseguir la piedra destruyeron una iglesia.
Y por ello el Vaticano excomulgó a los vecinos de Mirambel (esta historia es cierta).
‘Adiós, Mirambel’ dije bajito para que nadie me oyera y me preparé para subir la última cuesta del día.
Porque Olocau del Rey está lejos de todo.
Lejos de la carretera principal y de cualquier paisaje que recuerde a una llanura.
Para llegar a él hay que subir por una carretera estrechita, siempre en compañía de cientos de terrazas de cultivo.
Es fácil compadecer a aquellos que domaron estos montes para ganar unos pocos metros cuadrados de tierra fértil.
Olocau es el lugar en el que el Cid levantó un castillo donde hacerse fuerte y así atacar Morella.
El castillo no lo construyó él solo, claro. Le ayudaron los suyos.
O puede que nada sea cierto porque todo esto, también, se pone en duda.
El pueblo está a los pies de la fortaleza, agazapado entre carreteras y rodeado de grandes naves para la cría de ganado.
Allí me topé con el alcalde del pueblo, que va Olocau arriba, Olocau abajo.
No paraba el alcalde, no paraba
porque ama a su pueblo de 123 habitantes.
El alcalde de Olocau del Rey, en el interior del nevero / Gontzal LargoPrimero me bajó a un agujero en la plaza del pueblo,
era un nevero en el que, siglos atrás, se guardaba la nieve del invierno.
Descendimos por una delgada escalera hasta el fondo y allí pasamos, frescamente, unos minutos charlando.
Que aquí metían la nieve, la aplastaban y creaban hielo. Luego introducían los alimentos.
‘Mira qué muros hacían, el suelo era de arenisca, un aislante muy bueno…’
Luego me llevó a la cárcel del siglo XIV (sin rencores).
Me la mostró con entusiasmo juvenil, me dijo que se habían equivocado pintando los grilletes (los originales, los que amargaron la vida a los presos) de la mazmorra.
Que los grilletes les habían quedado demasiado brillantes tras el barnizado, que esas cadenas
parecían demasiado nuevas como para pertenecer a una cárcel cruel y asquerosa.
Y luego me mostró al antiguo horno de pan del pueblo, del siglo XIII, con arcos góticos y ahí acabó la visita.
No paraba el alcalde, no paraba
porque ama a su pueblo de 123 habitantes.
Le dije que iba a subir al castillo, me miró y, casi disculpándose, murmuró que estaba en ruinas.
‘No importa, seguro que las vistas compensan’, y para arriba que fui.
Sorteé un rebaño de ovejas, espié a unos corzos, salté de roca en roca
y, una vez en lo alto vi lo mejor que puede verse tras pasar un día entero de la ceca a la meca.
Vi un atardecer.
Vi la sombra de la peña en la que me encontraba abalanzarse sobre Olocau.
Vi los rayos del sol, débiles y horizontales, proyectarse sobre el paisaje del Maestrazgo.
Vi caminos que me gustaría recorrer en bicicleta (en otra ocasión).
Vi un mar de montes, colinas, peñas y todo el repertorio de accidentes posibles de este lugar abrupto, puñetero y bellísimo.
También vi el castillo todo roto y me gustó.
Me gustó porque una vez oí hablar a Julio Llamazares de la dignidad de las ruinas
y me ganó para la causa.
Descendí al pueblo de nuevo y busqué al alcalde. Y lo encontré. Y le dije:
‘Alcalde, no importa que el castillo esté en ruinas, esas vistas son gloriosas, ese lugar es muy especial,
mande a todos los turistas monte arriba, lo agradecerán (aunque alguno se despeñe)’.
Y ahí quedó todo. Y cené sopa con bolo de Morella. Y me fui a la cama.
Dejé Olocau poco después del amanecer.
Pedaleé fresco y optimista, tan sólo acompañado por el ajetreo de las golondrinas.
Fui por la carretera CV-122, estrecha, machacadísima por los inviernos, sin rayas pintadas,
entre más terrazas de cultivo y pequeñas parcelas de secano.
Mojn kilomtrico entre Olocau del Rey y Todolella / Gontzal LargoVi un mojón blanco y amarillo, vi una casa rural que sólo abre los fines de semana, vi un pastor con su rebaño recorriendo el barranco de Todolella,
vi unos operarios desbrozando las malas hierbas que nacen junto a la carretera,
vi apenas un par de conductores (que iban con sus coches)
y vi Todolella desde lo alto, que es un pueblo de casas blancas apelotonadas que parecen desfilar tras un castillo gótico.
Subí al castillo y comí un plátano a su sombra.
No fue fácil hacerlo porque el pueblo era un pequeño laberinto
y cuando creías que habías llegado, siempre quedaba una cuesta más.
Y te veían los vecinos pedalear por las pendientes y no entendían qué placer puede haber en ello.
En subir cuestas en un día de calor arrastrando una bicicleta con diez kilos de alforjas.
Y se lo explicabas y entonces sí lo comprendían.
O hacían que lo comprendían.
Sin apenas esfuerzo, sólo dejándome llevar, llegué al vecino Forcall,
que es un pueblo de casas blancas que bailan alrededor de una gigantesca torre barroca.
Pregunté a un vecino que cuánto medía la torre, que menuda barbaridad de campanario para tan poco pueblo (sin ofender)
y me respondió que más de 50 metros de altura y que si quería saber más que fuera a un bar de la plaza Mayor.
Fui a uno, pedí café con leche y pregunté de nuevo y se montó un debate de investidura
y volaron las cifras y uno dijo ‘55 metros’ y mostró el móvil (con la Wikipedia abierta) y los más jóvenes callaron.
Y los viejos siguieron discutiendo porque ese aparato electrónico no demostraba nada.
Carretera CV-14, al poco de abandonar Forcall / Gontzal LargoCanté un ‘¡hasta luego!’ y fui a Morella por una carretera, la CV-14, que tenía demasiados camiones y una culebra atropellada,
algunos camiones eran respetuosos con la causa ciclista y otros menos.
Así, en cuanto pude, abandoné la CV-14 y comencé el ascenso a Morella por el barrio de Puritat.
Subir en bici a Morella no es tontería, conquistarla tampoco debió serlo.
Pueblo encajonado, calles estrechas, mucho turismo, mucho niño de visita escolar, mucha adolescencia que enseña piel,
y su calle principal, la Mare de Déu del Pilar, tiene dos de las cosas más importantes que hay en la vida:
pastelerías y librerías.
En una pastelería compré ‘flaons’, unas pastas de harina rellenas de requesón (o de chocolate, o de cabello de ángel, o de…) que tienen aspecto de empanadilla,
dulcísimas, deliciosas… daba gusto abrir la cajita, coger una al azar y descubrir qué relleno maravilloso escondería en su interior.
Las compré para que nunca faltara gasolina a bordo de la bicicleta
y para comerlas bajo el pórtico gótico de la Catedral
o para saborearlas entre los arcos del antiguo acueducto de la ciudad (cerca de la carretera a
Xiva).
En las librerías compré Las Historias Naturales de Juan Perucho y pregunté por La Venta de
Mirambel de Pío Baroja.
A Baroja no lo tenían ya (‘busca en librerías de viejo’) y a Perucho –que habla del Maestrazgo con misterio y fantasía- lo disfruté con una tortilla de patata y ajo.
Ajo y magia, qué bien.
Y con el zurrón lleno me acerqué al convento de San Francisco.
Pagué, entré y fui –casi corriendo- a ver el fresco de la Danza de la Muerte,
que es como un tebeo de la Edad Media protagonizado por un esqueleto –la Muerte-.
Y que viene a decir que (simplificando mucho) aproveches el momento, que comas muchos ‘flaons’ y compres muchos libros porque,
hagas lo que hagas,
acabarás bailando con la muerte.
Y como en Morella había mucha gente (el turismo es un gran invento)
salí por donde entré, para coger la carretera que conduce a Cinctorres,
que primero sube y luego baja hasta un valle muy horizontal y muy relajante.
Es un gusto subir cuestas para llegar a valles amables,
aunque el valle engañe porque muestra Cinctorres cuando el pueblo todavía está lejos.
Y pasa que tardas en llegar, y pasa que cuando ansías dejar la bici aparcada, el destino nunca llega.
Pero llega. Y llegué.
Cinctorres al anochecer / Gontzal LargoCinctorres es un lugar sencillo, un pueblo de 500 habitantes y dos hornos de pan,
tiene bares, bares con más gente fuera que dentro, para aprovechar la fresca.
De las cinco torres que hubo en Cinctorres apenas quedan restos,
pero tiene iglesia neoclásica con mucho muro y poca luz natural.
Junto a ella, columpios de acero y colores vivos, como los de nuestros años 80.
Columpios hechos en Vitoria, con ellos nos hicimos heridas y brechas,
columpios que estaban sobre piedra viva, te caías y te aguantabas.
Eran otros tiempos, éramos más fuertes.
Paseé por Cinctorres de noche (ni un alma), dormí allí y amanecí, también, allí.
Desayuné fuerte para subir el puerto de la Creu del Gelat.
Allá arriba busqué una pista para llegar al barranco Barcella.
En el pueblo me dijeron que vería rapaces planear sobre el cauce de un viejo conocido,
sobre el cauce del río de las Truchas, frente a la Roca Roja.
Las rapaces sabían que venía.
Y se fueron. No me esperaron.
No me importó. El lugar era poderoso. Aún sin ellas.
Retomé la carretera, retomé el descenso.
El paisaje cambió y la dura piedra caliza dio paso a Portell de Morella, que es un pueblo dispuesto en anfiteatro sobre el río.
Está rodeado de terrazas de cultivo, muchas terrazas de cultivo, parece la patria de las terrazas de cultivo.
Tiene una iglesia barroca no muy grande (qué contradicción) y una cabina telefónica de los años noventa.
En la cabina, una pegatina avisa de que sólo funciona con euros.
A lo lejos, sonaba la megafonía del carnicero ambulante. Corrí tras él.
‘Quisiera un poco de jamón de york’, pero él no era mi hombre porque la única carne que tenía estaba cruda
y no es de recibo meter una chuletilla de cordero entre pan y pan.
No tenía jamón pero me regaló un consejo: era muy buen día para subir al puerto de las Cabrillas,
que apenas pegaba el viento, que si soplara como debiera igual hasta me daría la vuelta.
Y tenía razón el carnicero.
En las Cabrillas no había viento (en ese día) pero sí un parque eólico.
Molinos, muchos molinos, la pesadilla del Quijote.
Grandes molinos pálidos, insignificantes cuando se ven a lo lejos, descomunales cuando te pones a sus pies.
En lo alto de las Cabrillas se acabó Castellón y comenzó Teruel, o viceversa.
Se finiquitó la carretera de buen firme, lustrosas líneas blancas y arrancó una carreterita bacheada.
Los misterios de las autonomías.
Qué gozo descender el puerto, qué gozo observar los murallones de piedra seca -¡la piedra seca!- que parcelan el paisaje,
qué gozo confundir este paisaje con la campiña irlandesa o con las Tierras Altas de Escocia,
qué gozo estas carreteritas que no interesan a nadie,
qué gozo ver las amapolas rojear los prados, qué gozo descubrir ahí abajo La Iglesuela del Cid.
Y allí, en la Iglesuela, topé de nuevo con el cartero, siempre sonríe el tío, siempre parece que te va a romper la mano al estrecharla.
Le pregunté por Villafranca del Cid, que si merecían la pena los doce kilómetros de ida
y los doce kilómetros de vuelta.
Dijo que sí, pues había carretera llana, arboledas y, de paso, el santuario de la Virgen del Llosar que puede que estuviera abierto.
Santuario de la Virgen del Llosar, en Villafranca del Cid / Gontzal LargoQué tío majo el cartero de La Iglesuela.
Y le hice caso en todo y paré en el santuario a ver si había alguna reliquia rara o algo milagroso.
Nada vi.
En Villafranca sí que encontré en sus calles, desiertas por la calor y la siesta, un señor cordial y charlatán.
Se llamaba Jesús Peris, 83 años y dos muletas para ayudarse a caminar. Nació en Mosqueruela,
en el barrio de la Estrella, ya casi deshabitado aunque él lo conoció con 50 familias.
Trabajó en una de las tres serrerías con las que contó Villafranca. Ahora sólo queda una.
El pueblo, decía, ha perdido fuelle, la vida ahora es más complicada, pero está Marie Claire,
los de la ropa interior, bragas, calzoncillos y más,
aquí tienen la fábrica (la principal, nada de deslocalizar) y dan trabajo a unos centenares.
Y Jesús compone poesías y las recitó. Una sobre su vida y otra sobre el pueblo de Mosqueruela.
Y apareció su cuñada, que tiene tantos años como él y comparte, también, viudedad.
Y ella sonreía, también, mucho.
Y me despedí porque amenazaba lluvia y quería llegar a La Iglesuela, ducharme y hacer vida a dos patas.
Que la merecía tras varios días a dos ruedas y muchos metros de desniveles vencidos.
En La Iglesuela del Cid no estaba el cartero deambulando por las calles.
Tipo simpático el cartero, estaría repartiendo sonrisas a su familia.
Ahogué penas en la tienda de ultramarinos del pueblo,
comprando longaniza, chorizo y un queso de Tronchón.
Todo de por aquí, de este anillo que ahora está en Castellón y ahora en Teruel.
No sabía si coger el chorizo picante o no.
La señora tendera (una vida entera tras el mostrador) me dijo que lo primero
y me guiñó un ojo.
Y le hice caso.
‘Póngame el picante’.