La Península Ibérica en tiempos del Cid. El siglo IX
Al-Andalus
Al-Andalus era emirato independiente omeya con respecto al califato abbasí desde 756. Tras un período inicial de relativa paz –la lucha con los cristianos nunca se había detenido, aunque probablemente nadie sospechaba la longevidad y proporciones que la contienda alcanzaría–, durante el reinado de al-Hakam I se produjeron sangrientas revueltas promovidas por los alfaquíes, quienes habían gobernado de acuerdo con su antecesor, el emir Hisam I, y a quienes ahora al-Hakam cuestionaba su poder.
A lo largo del siglo existirían revueltas de todo tipo, como las de muladíes y mozárabes en Bobastro, que desestabilizaban el emirato junto con la amenaza constante de los enemigos exteriores, principalmente los cristianos que desde el norte de la península golpeaban en la frontera con Córdoba, y los francos y normandos. Todo esto constituía un caldo de cultivo idóneo para llevar al emirato a crisis y fragmentación, la cual alcanzó su apogeo en el reinado de Abd-Allah (888-912). Obviamente, los máximos beneficiarios de esta inestabilidad eran los cristianos, que a lo largo del siglo lograrían importantes conquistas.
Reinos cristianos
En efecto, los cristianos aprovecharon los defectos de sus contrarios, sus continuas crisis, y, uniéndolas al cada vez mayor poderío militar, emprendieron una serie de campañas que ampliaron notablemente los dominios cristianos en la península: Ordoño I (850-866), aprovechando las sublevaciones que sufría el emirato, lanzó una potente campaña que desembocaría en una sonada victoria en Guadalete, además de conquistar León, Astorga, Tuy y Amaya, y otras victorias como la que el conde Rodrigo logró en Talamanca.
Aún así, su reinado no se vio libre de fracasos, como el desastre de la batalla de la llanura de Miranda (865), en la que murió el conde Rodrigo que había derrotado a los musulmanes en Talamanca. Tanto durante su reinado como en el de su hijo Alfonso III se acometió una importante repoblación del valle del Duero, utilizando principalmente la pressura, esto es, las tierras sin dueño pasaban al poder regio que, a su vez, las distribuía a su antojo.
Alfonso III (866-910) venció a los musulmanes en una campaña en la que los moros se desplazaron hacia Galicia y León con un enorme contingente. Bajo su reinado quedaron bajo control cristiano el norte de Portugal y Oporto, mientras que el conde asturiano Hermenegildo tomó Coimbra para el rey Alfonso. El monarca llegó incluso a fijar la frontera sobre el río Mondego, y logró un tratado de paz con Córdoba por tres años.
El siglo X. La Península Ibérica en tiempos del Cid
Al-Andalus
Fue el genial Abd al-Rahman III quien, en 929, instauró el califato de Córdoba, durante cuya existencia vivió Al-Andalus sus momentos de máximo esplendor. A partir de sus dotes militares y diplomáticas, Abd al-Rahman III supo reconducir la situación, derrotando a los rebeldes y frenando a sus enemigos, así como manteniendo las rutas transaharianas –que eran las vías por las que llegaba el oro en grandes cantidades a Córdoba– y combatiendo a los cristianos del norte.
La subida de Hisam II (976) quizá no hubiese pasado con importancia a la historia si no fuese porque no fue el califa quien ejerció el poder, sino Almanzor, quien realmente gobernaba el califato y relanzó la guerra. Saqueó Barcelona (985) y Santiago de Compostela, llevándose las campanas y arrasando la ciudad y sus habitantes (997). No cabe duda que su muerte en 1002 debió de suponer un verdadero alivio para los cristianos, pues les supuso una verdadera pesadilla.
Reinos cristianos
Alfonso III repartió su reino entre sus hijos, con la siguiente división: a García, su primogénito, le dejó la foramontana y el título de emperador; a Ordoño le dejó Galicia; y, a Fruela, Asturias. Como ya había sucedido en otras ocasiones –y no sería la última, como demostrarán los hijos de Fernando I en el siglo XI–, esta decisión no contentó a todos, y García ideó un complot contra su padre.
Alfonso III logró encerrarle en prisión, pero Munio Fernández, suegro de García, le liberó. García alentó una rebelión que obligó al rey a abdicar y exiliarse, pero pediría licencia a su hijo para desatar una campaña contra los moros. Concedido el permiso, Alfonso desató una brillante campaña que le llevó a derrotar por última vez a los musulmanes. Al terminarla, regreso a Zamora, donde al poco de su regreso cerró sus ojos para siempre.
A la muerte de Alfonso III de León, quiso la fortuna no ser clemente con García, el usurpador, y murió sólo cuatro años después, sin descendencia. Tomó el cetro entonces Ordoño II (914-924), que había ayudado a García en sus propósitos, razón por la cual había recibido el reino de Galicia. El nuevo rey estableció la capital en León nada más acceder al trono. Mantuvo la guerra a los musulmanes, siendo derrotado en Mudonia, Guadalajara, Alcolea y Valdejunquera.
A partir de entonces desató campañas de saqueo que le llevaron a penetrar en territorio andalusí, logrando una gran expansión. A su muerte se volvieron a dar problemas sucesorios, que no serían sino la tónica dominante a lo largo del siglo. En efecto, el reino pasó a Fruela, que moría al año siguiente, dividiéndose sus dominios entre sus hijos Sancho y Alfonso. Sancho murió, y Alfonso, ahora ya Alfonso IV, pasó a ostentar el poder, aunque abdicó en 931, pasando el trono a Ramiro II (931-951). Pero Alfonso decidió un año más tarde volver al trono, más Ramiro II lo supo a tiempo, haciéndolo preso y dejándole ciego.
Ramiro II extendió la frontera hasta el río Tormes (Salamanca). A la muerte de Ramiro II, sucedido por Sancho I (956-958). El rey, al ser derrotado por los moros, fue depuesto por la nobleza comandada por el conde castellano Fernán González, dando el poder a Ordoño IV el Malo (958-960). Su breve reinado es muestra de lo desastroso de su gobierno. Pero, en esos dos años, Sancho I no se había quedado inactivo, y retomó el poder gracias a sus alianzas con Abd al-Rahman III y los navarros, iniciándose así su segundo período de reinado (960-966), y contando esta vez con el apoyo de la nobleza, a quienes puso de su lado.
Murió envenenado Sancho I, sucediéndole su hijo Ramiro III (966-984), quien, tras las derrotas de Gormaz y Rueda, fue depuesto, pasando a reinar su hermano el usurpador Vermudo II (985-999), que se había confabulado con varios nobles, entre ellos Gonzalo Núñez, el asesino de Sancho I. Se enfrentó con Ramiro III quien, a su vez, se alió con Almanzor. Por desgracia, la muerte del legítimo monarca en 985 dejó el paso libre a Vermudo II y su desastroso reinado. En efecto, tras la muerte de Ramiro III pasó el poder a su madre, la regente Teresa Ansúrez, pero Vermudo había logrado una nueva alianza, esta vez con Almanzor, para dominar todo León.
Tras lograr que la regente se retirase al monasterio de San Pelayo (Oviedo), quiso el usurpador expulsar a los moros, quienes se vengaron terriblemente con los ataques a Coimbra (987), Zamora y León (988). Vermudo II entregó su hija a Almanzor para reparar su relación, y según parece lo logró pero, una vez más, se creyó capaz de enfrentarse al poder del legendario musulmán y rompió de nuevo relaciones con él, por lo que los musulmanes reabrieron las hostilidades atacando Zamora, León y Astorga. El rey huyó a Galicia mientras Almanzor saqueaba Santiago (10 agosto 997).
El siglo XI. La Península Ibérica en tiempos del Cid
Al igual que sucedía en Europa, donde el siglo XI fue verdaderamente convulso, también España sufrió enormes cambios y gran actividad, especialmente militar, a lo largo de esta centuria.
Al-Andalus
El siglo XI fue testigo de tres cambios radicales en la estructura de al-Andalus. En primer lugar, el califato acabó desmoronándose (1031) y el territorio andalusí se dividió en los reinos de taifas, donde los reyezuelos se combatían entre sí movidos por su afán de poder, ambiciones que muy bien supieron aprovechar los cristianos. En efecto, el poder cristiano era de sumo interés para los musulmanes, por lo que los reyes taifas pagaban ingentes cantidades de riquezas en parias –tributos– a los grandes señores cristianos, quienes, a cambio, les ofrecían su protección frente a sus enemigos.
Los reinos de taifas eran mucho más débiles que el antiguo califato, lo cual facilitó el avance cristiano hacia el sur. Sin embargo, hacia finales de siglo, el empuje cristiano obligó a los reyes taifas de Sevilla, Badajoz y Granada a pedir ayuda a los almorávides.la situación iba a cambiar con la llegada de los almorávides, quienes no sólo infligieron terribles derrotas a los cristianos, sino que, convirtiéndose en enemigos de sus propios correligionarios, anexionaron los reinos de taifas.
Fue así como, en menos de un siglo, al-Ándalus pasó de estar unido a disgregarse como reinos de taifas para, de nuevo, quedar fusionado, esta vez ante la llegada de un temible adversario para los cristianos.Fruto de estas alianzas era el que puedan encontrarse a grandes señores entre musulmanes –como el Cid, que sirvió a los reyes de Zaragoza–, o al rey Alfonso VI, como se verá en breve.
Reinos cristianos
A la muerte de Vermudo II le sucedió Alfonso V, que reconstruyó León, le dio su fuero y recuperó las posiciones perdidas al sur del Duero. Casó con Urraca, hermana de Sancho III de Pamplona, que era reina regente –Vermudo III se encontraba en minoría de edad– a fin de resolver los problemas entre Navarra y León. El rey murió en el asedio de Viseo (1028).
Es aquí donde una nueva casa hace fundamental acto de presencia: Pamplona. Sancho III el Mayor, como se ha dicho, había casado a su hermana Urraca con Alfonso, pero él se casó con Mayor de Castilla, hija del conde García Sánchez, lo cual le llevaría a dirigir los destinos de Castilla al morir su suegro (mayo de 1029). El rey llegó a reconquistar León (en enero de 1034, recibiendo así mismo el título de emperador) y, al morir, repartió sus reinos entre García, Ramiro, y Gonzalo. Su segundogénito, Fernando, a quien había correspondido la mayor parte de Castilla, estaba llamado a ser el unificador de los reinos.
En efecto, Fernando combatió a sus hermanos y se convirtió en Fernando I de Castilla y León. Su reinado fue enormemente fructífero para los cristianos, pues reconquistó diversas localidades, entre las que destacan Viseo, San Esteban de Gormaz o la histórica toma de Coimbra –según la leyenda, gracias a la intervención del apóstol Santiago–, así como su victoria sobre Vermudo III en la batalla de Tamarón (1 de septiembre de 1037), y sometió a varios reyes taifas al pago de parias.
Antes de morir el rey Fernando, el monarca dejó establecida la repartición de su reino entre sus descendientes Sancho (Castilla y las parias de Zaragoza), Alfonso (León y las parias de Toledo), García (Galicia y la zona reconquistada de Portugal, además de las parias de Sevilla y Badajoz), Urraca (Zamora) y Elvira (Toro). A las dos hijas correspondía además el señorío sobre todos los monasterios del reino a condición de no desposarse nunca. La división no agradó en absoluto a Sancho, por lo que, al morir su padre, y aprovechando que García había atacado a Urraca, utilizó aquella acción como excusa para iniciar una guerra contra sus hermanos.
García, pues, fue el primero en perder sus posesiones, mientras que, en el caso de Alfonso, la batalla de Llantada (1068) fue una advertencia de lo que estaba por suceder, pues la victoria de Sancho fue incontestable, así como la de Golpejera (1072), que resultó definitiva y obligó a Alfonso a buscar refugio como exiliado en la corte del rey taifa de Toledo.
Sólo quedaba Zamora como resistencia final a Sancho. Pese al asedio y los ataques, el pueblo zamorano se defendía bravamente, pero estaba claro que, tarde o temprano, la ciudad acabaría claudicando. Así hubiese sucedido de no ser por Vellido Dolfos, haciéndose pasar por desertor del frente zamorano, no hubiese engañado al rey Sancho diciéndole que sabía de la existencia de un paso oculto para acceder a Zamora. El rey, creyéndole, le siguió a donde, pretendidamente, Dolfos le mostraría aquel acceso. Pero lo único que halló el monarca fue la muerte, propiciada por la mano artera de Dolfos.
Según la tradición, tuvo aquí un papel relevante el Campeador, hombre de confianza de Sancho, pues, advirtiendo la ausencia de su rey y viendo huir al traidor, temióse lo ocurrido y salió en persecución del asesino, quien tuvo la fortuna de hallar refugio en Zamora, escapando del Cid. Aunque nunca se ha sabido, en el pueblo existió la sospecha, que ha pervivido hasta hoy, de que la infanta Urraca conocía el complot y pidió a Dolfos que cometiese el magnicidio.
Sin Sancho, con García en prisión y teniendo en Urraca una incondicional partidaria, así como un reino sin rey, Alfonso se encontró pasando del destierro a ser amo y señor de los reinos que su propio padre había dividido y que, de nuevo, quedaba unificado. El rey Alfonso VI, de quien el Cantar de Mio Cid no ofrece una visión negativa, fue además un gran rey y guerrero y a quien, pese a derrotas como la de Sagrajas (1086), no puede negársele el haber sido un enorme impulsor del empuje contra los musulmanes. De hecho, fue él quien recuperó Toledo, reconvirtiéndola en la capital que ya había sido en tiempo de los visigodos.
El siglo XII. La Península Ibérica en tiempos del Cid
Al-Andalus
El imperio almorávide se extendió barriendo taifas y conquistando Valencia en 1102 (regida por Jimena tras la muerte del Cid), mientras que en 1110 conquistan la hasta aquel momento irreductible taifa zaragozana y Lisboa.
Sin embargo, A mediados de siglo los almohades sustituyeron a los almorávides, conquistando Sevilla (1147), ocupando Andalucía y recuperando Almería (1157), conlo cual lograron una nueva unificación de Al-Andalus en 1172.
Reinos cristianos
En vida del rey, su hija casó con Don Raimundo de Borgoña –el «Don Remont» que cita el Cantar de Mio Cid con motivo de las cortes de Toledo–, de quien tuvo al futuro emperador Alfonso VII. A la muerte de Alfonso VI (1109), y siendo viuda Urraca, se desposó en segundas nupcias con Alfonso I el Batallador, lo cual devino en una terrible guerra civil. El matrimonio recibió la nulidad en 1114, con lo que se rompieron las relaciones entre Aragón y Castilla. La muerte de Urraca en 1126 trajo la paz definitiva, pero conllevó una rectificación de fronteras a favor de Navarra (1127) y la independencia del reino portugués.
El trono quedó en disputa entre Alfonso I y Alfonso VII, quien obtendría finalmente el trono en la paz de Tamara (1127). Sería bajo el reinado del Emperador que se firmaría el tratado de Tudellén con Ramón Berenguer IV, por el que se establecían las zonas de reconquista: el levante, hasta Murcia, para Aragón, mientras que el resto de la península quedaba para Castilla y León.
El reinado del emperador Alfonso VII fue prolífico en conquistas, sometiendo a todos los reinos de la península a excepción de Portugal, e incluso a muchos señores del sur de Francia. Entre sus victorias destaca la toma de Almería (1147), lo cual nos muestra hasta qué punto alcanzó ya la reconquista territorio andalusí. Los almohades reconquistaron la plaza en 1157 y Alfonso VII ya no pudo volver a tomarla, falleciendo aquel mismo año.
A su muerte volvió a producirse una división del reino: Fernando II se quedaba León y Sancho III Castilla, tras cuyo breve reinado (1157-1158) fue sucedido por su hijo Alfonso VIII. Frente a lo acontecido con su padre, el reinado de Alfonso VIII fue muy largo (1158-1214), a lo largo del cual tuvo la oportunidad de combatir en diversas ocasiones a los almohades, así como de establecer pactos con ellos cuando fue menester. Sin embargo, parece que los cristianos respetaban los tratados sólo cuando les convenía, pues mantuvieron los ataques sobre Al-Andalus.
Tras la reconquista de Cuenca en 1177 con el apoyo aliado de Aragón, se produjo el tratado de Cazorla (1179), por el que se reestructuraban las líneas de expansión de la reconquista, dejando Murcia también para Castilla. Pero, si por algo pasó a la historia Alfonso VIII, fue por un acontecimiento crucial acaecido en la siguiente centuria.
El siglo XIII. La Península Ibérica en tiempos del Cid
Este fue el siglo en el que el avance cristiano recibió su máximo empuje: el 16 de julio de 1212, las huestes de Alfonso VIII de Castilla, junto con Sancho VII de Navarra y Pedro II el Católico de Aragón, se enfrentaron al temible ejército almohade en la batalla de las Navas de Tolosa.
La victoria de la alianza cristiana marcaría un hito en la historia, así como el definitivo principio del final de Al-Andalus, que se partía de nuevo en taifas y el imperio almohade se desplomaba sin remedio, todo lo cual facilitó enormemente el empuje cristiano. A todo esto hay que añadir que Fernando III fue coronado rey de León en 1230 –había estado gobernada por Alfonso IX tras la muerte de su padre Fernando II en 1188–, con lo que los ejércitos castellano-leoneses se constituían como una fuerza terrible, hasta el punto de dejar sólo el reino granadino por reconquistar.
Al tocarse, por fin, las fronteras del reino aragonés con el castellanoleonés –el empuje de Jaime I le había llevado a dominar ya todo el levante– se dio un nuevo pacto, el de Almizra, que ratificaba el de Cazorla. Tras el rey Fernando III, su hijo Alfonso X pasaría a la historia más por sus enormes logros culturales que los militares –pese a que los hubo, como sucedió con las conquistas de Jerez o Cádiz–. El rey Alfonso X permitió que el reino granadino resistiese, pero no a causa de sus intereses culturales, sino preocupado en resolver asuntos internos.
Le sucedería Sancho IV, quien rivalizaba por el trono con los infantes de la Cerda –sobrinos y, por tanto, herederos legítimos de Fernando de la Cerda, hermano mayor de Sancho, y que murió sin reinar–. Pactó con Francia y Aragón para mantenerle a él y a sus descendientes en el poder. Sin embargo, las relaciones no fueron especialmente buenas con Aragón, que llegó a vencer a Castilla en Pajarón (1290). Ni siquiera la boda de Jaime II de Aragón con a primogénita de Sancho, Isabel, evitarían varios enfrentamientos.
El sucesor del rey Sancho IV fue su hijo Fernando IV, quien fracasaría en su intento de reconquistar Granada a principios del siglo XIV. Granada todavía resistiría hasta la llegada de los Reyes Católicos, pero el final de la Reconquista ya sólo era cuestión de tiempo.
Corona de Aragón: Jaime I
Es en el siglo XIII cuando la Corona de Aragón alcanza su máximo esplendor. Hasta entonces, su política había sido fundamentalmente dedicada a asuntos políticos dentro de los actuales condados catalanes y con sus vecinos castellano-leoneses y francos, pero su expansión no había sido en absoluto tan grande como la de Castilla y León, pese a que habían sido aliados en diversas campañas a lo largo de los siglos (como en la toma de Almería en 1147 o la ya citada batalla de las Navas de Tolosa).
Pero la cosa iba a cambiar a partir de la muerte de Pedro II el Católico en la batalla de Muret (1213) y la subida al trono de su hijo, Jaime I, cuyo reinado se extendería desde 1213 hasta 1276. A causa de su minoría de edad –había nacido en 1208, en Montpellier– hubo problemas durante la primera parte de su reinado. Mas, tras frenar las revueltas de los nobles aragoneses (1227), actuó como los castellano-leoneses y se concentró en la reconquista.
El que fue, sin lugar a dudas, el más grande de los reyes de la Corona de Aragón, debía de impresionar a sus contemporáneos por sus cabellos pelirrojos y su enorme altura, sin duda heredada de su padre. Tanto su aspecto, que sin duda haría pensar a sus hombres que se encontraban junto a una especie de ser superior, como su genio político y militar, le hicieron desarrollar un avance imparable por el levante y las Islas Baleares: Mallorca fue sometida en 1232, e Ibiza en 1235.
La campaña hacia Valencia fue testigo de cómo las diversas poblaciones, una tras otra, caían inexorablemente en sus manos, hasta llegar a su culmen en la más grande de sus conquistas, Valencia, que contempló su enseña el 22 de agosto de 1238. Alcanzó Alicante y ayudó a Alfonso X a controlar las revueltas en Murcia, conquistándola y entregándola a Castilla, como se establecía en los pactos existentes sobre el reparto de conquista de Cazorla y Almizra.
A todo esto hay que unir su capacidad diplomática y las campañas por el Mediterráneo, que abrieron enormemente las perspectivas comerciales y militares de la Corona en el campo marítimo –bajo su reinado actuaron por primera vez los temibles y legendarios almogávares–. Sin duda, el sobrenombre de «el Conquistador» con que le recuerda la historia es sobradamente merecido.
Portugal
Como se ha podido observar, la historia de Portugal en la Edad Media corre pareja en buena medida a la de Castilla y León, tanto por las reconquistas realizadas por los monarcas castellano-leoneses como por las agresiones sufridas desde los frentes musulmanes como agresiones no ya a Portugal sino al reino leonés, del que durante tanto tiempo fueron parte.
A principios del siglo XI, Alfonso VI entregó Portugal a Enrique de Borgoña. Entonces era Portugal un condado, pero el noble francés, que aparece en las cortes de Toledo según el Cantar de Mio Cid, lo declara independiente al morir el monarca a principios del siglo XII. En las dos centurias siguientes, Portugal crecerá hacia el sur, llevando a cabo su propia reconquista, y adquiriendo leyes, estructuras gubernamentales y características propias.
Autor: Alfonso Boix Jovaní
Rev. ALC: 10.10.18