África y Oceanía en tiempos del Cid, siglos IX a XIII
Excepto en el caso de Centro y Sudamérica, tanto en Oceanía como en el África Negra hemos de hablar de la existencia mayoritaria de tribus que, en buen número, eran nómadas, lo cual remite al primitivismo en el que todavía se encontraban. En el caso de Oceanía, quizá movidos por ese nomadismo, o tal vez por la curiosidad innata de todo ser humano, los malayopolinesios se lanzaron a la conquista del Pacífico en el siglo XI, lo cual les llevó a descubrir innumerables islas que fueron poblando paulatinamente.
Por su parte, la historia de África requeriría una auténtica enciclopedia, pues es tan variada como la multitud de tribus que la poblaron, cada una con sus rasgos propios, además son nómadas en muchos casos, lo cual muestra la diferencia de evolución con Europa o Asia. Existían ya reinos, como Nubia, Aksum, Kanem-Bornu, Zimbabwe, o estados como los Hausa, Mossi o Yoruba. Todos y cada uno de ellos poseían su propio grado de desarrollo, pero, centrando nuestro interés en el medievo, sin duda lo más interesante de África, especialmente en cuanto a su repercusión en la historia de Asia y Europa, fue el Islam, al cual nos referiremos más tarde.
El continente americano en tiempos del Cid, siglos IX a XIII
En el caso de Norteamérica, la distribución tribal de sus pobladores es evidente, pues es la que se encontraron los colonizadores. Cabe destacar, por ser la primera presencia europea en el continente, la llegada de Erik el Rojo a Groenlandia en 982. Con respeto a lo que, siglos después, se denominaría Hispanoamérica, se encontraban allí diversas culturas con diversos grados de desarrollo, aunque en su mayoría alcanzaron un esplendor que hoy nos sorprende gracias a las maravillas que la arqueología ha revelado. Las culturas más representativas del período que nos ocupa, y a las que haremos referencia, son las de los mayas, aztecas e incas.
En el caso maya, su civilización alcanzó un enorme grado de desarrollo en sus ciudades desde el siglo VII hasta la primera mitad del IX, período tras el cual siguió una decadencia cuyas causas todavía no han sido aclaradas. A fines del siglo X llegaron los invasores itzaes, que, aunque militaristas, irían adoptando la cultura maya con el paso del tiempo. De 1200 a 1450 se formó un imperio de doce ciudades, tras lo cual sobrevino una progresiva decadencia.
Los aztecas alcanzaron el México tolteca en la segunda mitad del siglo X junto con otros grupos nómadas –justo en plena Edad Media, lo cual es muestra evidente de la diferencia evolutiva de culturas intercontinentales–. Su caudillo Xolotl se enfrentó a los culhuas y toltecas y, tras vencerles, repartió las tierras entre los suyos. En 1168, siete clanes marcharon comandados por varios caudillos y sacerdotes, marcharon hacia el valle de México, donde llegaron en la segunda década del siglo XIII.
Por su parte, a principios del siglo XII los incas, desde el Titicaca, llegaron al valle de Cuzco: Su economía era fundamentalmente agrícola, y no contaban con el desarrollo de los mochica o la cultura de Nazca, aunque su desarrollo sería uno de los mayores conseguidos por las culturas de la posterior Hispanoamérica. Su primer rey fue legendario, Manco Cápac I (inicios del siglo XII). Desde él, sus descendientes ampliaron y consolidaron el imperio inca –primero, extendiéndose más allá del valle, gracias principalmente a Inca Roca y Cápac Yupanqui; luego, por el dominio militar, principalmente desarrollado por Viracocha Inca.
Asia en tiempos del Cid, siglos IX-XIII
Las vicisitudes que sufrió Asia entre los siglos IX y XIII, cuando sus tierras se plagaron de conflictos bélicos sus cortes de intrigas, hacen imposible no pensar en la también convulsa Europa de los siglo IX-XIII. Al fin y al cabo, la presencia de grupos humanos con ansias de conquista amenazaban tanto a los grandes reinos asiáticos como a los europeos, y esto conllevaba inestabilidades sociales y políticas, de ahí que las similitudes que puedan encontrarse entre Asia y Europa no sean meramente casuales.
Así pues, el mundo asiático es, en ciertos aspectos, semejante al europeo, con el que coincide, por ejemplo, en la aparición del feudalismo. Sin embargo, establecer una similitud exacta con Europa sería descabellado, pues los pueblos orientales dieron a su Edad Media sus características propias, únicas, que lo diferencian claramente del medievo europeo.
El gran reino asiático del medievo, del que tan fascinantes retratos nos dejó Marco Polo, fue China. Los siglos IX al XIII contemplarían en ella el final de la dinastía T’ang, el período Sung y la llegada de los mogoles.
China
El período T’ang se caracterizó por su cosmopolitismo, pues China importó costumbres de otros países asiáticos, desde alimentos a danzas, lo cual enriqueció su cultura y artes. Pese a todo, las amenazas de invasiones en las fronteras y los elevados impuestos llevaron a China a sufrir diversos alzamientos, que acabaron por destruir el dominio de la dinastía T’ang y desembocó en el caótico período de las 5 dinastías y los diez reinos, donde la desestructuración de China fue más que evidente. Aquella época concluyó con la subida al poder de Chao K’uang-yin, caudillo militar que fue elevado a emperador por sus lugartenientes, dando inicio a la dinastía Sung (año 960). A veces pacíficamente, a veces por ayuda de las armas, el nuevo emperador inició la unificación de China, deponiendo a las dinastías reinantes y anexionando los diez reinos, proceso que concluyó en 979, bajo el reinado de T’ai-tsung.
En el siglo XI se desarrolló la navegación, siendo prueba de ello el descubrimiento fundamental de la brújula a fines del siglo XI. Se produjo igualmente un importante perfeccionamiento de los aperos y técnicas agrícolas, lo cual repercutió en una mejora alimenticia y en un aumento poblacional. Estos progresos en materia agrícola conllevaron un desarrollo de las ciudades debido a un éxodo rural principalmente hacia el sudeste, donde las chuang-yüan, grandes explotaciones agrarias, habían alcanzado un poderoso desarrollo, y a ellas acudían los pequeños campesinos, que adoptaban una situación servil que semeja en cierto modo a la de los siervos del feudalismo europeo.
Ya en el siglo XII, la amenaza de los kitanes hizo que la dinastía Sung se aliase con los Chin para combatir al enemigo (1115). La guerra con los Chin tardó siete años en llegar, desatándose en 1122. Tras la victoria de los Sung y Chin, estos últimos advirtieron el grado de debilidad en que se hallaba su aliado, por lo que marcharon hacia la capital y sometieron al emperador Ch’in-tsung (1126), abriéndose de este modo un nuevo período caótico de guerras continuas que vieron su final con el pacto de 1142, por el cual China debía entregar un fortísimo tributo a los Chin a cambio de mantener la paz, la cual perduraría –con excepción, como principales conflictos entre ambos pueblos, del ataque Chin a los Sung que terminó en la paz de 1165 y la guerra lanzada por Han T’o-chou contra los Chin, finalizada ya en el siglo XIII– hasta la llegada de los mogoles.
Japón
Otro gran imperio, representativo de aquellos tiempos, es el japonés. El siglo IX nos lleva al período Heian (794-1185). Frente al caso del período Nara, los cambios sufridos en las estratos de poder japoneses durante el siglo IX se reflejaron en el distanciamiento del Japón con respecto a China. En efecto, la influencia de la cultura China en Japón a lo largo de todo el período Nara fue enorme, pero parece ser que los mandatarios prefirieron apartarse del influjo de su poderoso vecino. No es éste el único hecho relevante que nos muestra cambios en el inicio de Heian, y según parece, eran cambios para mal: no se acuñaba moneda ni se redistribuía la tierra, lo cual eran, obviamente, puntos fundamentales en la economía japonesa hasta el momento.
El clan Fujiwara ascendió poderosamente en la corte imperial a partir del siglo VII, aunque sin llegar a detentar el poder absoluto, que residía en el emperador. Las rivalidades internas en la familia les separó en distintos frentes y, hacia mediados del siglo X y hasta el siglo XI, ya en pleno período Heian, los Fujiwara alcanzaron su máximo poder, sobre todo durante el reinado de Michinaga.
Pero los conflictos no terminaban aquí. La aristocracia territorial, que tenía privilegios en los impuestos, experimentó un importante auge. Eran familias eminentemente militares, y su aumento de poder conllevó la aparición del feudalismo en Japón, pues estas familias se relacionaban entre pactos de armas, con lo que se daba una relación señor-vasallo, relaciones ésta fundamentales para la pervivencia de estos clanes, pues las familias guerreras se combatían entre sí.
Entre 1150 a 1185 acontece un período muy convulso en la corte, con continuas luchas e intrigas por el poder, que culminarían en 1180 con el inicio de la famosísima guerra Gempei, tan importante en el imaginario japonés por su aura romántica, y en la que se enfrentaron los Taira, que se hallaban en el poder, y los Minamoto –originalmente, ambas familias estaban emparentadas con la familia imperial del período de Nara–. Tras la victoria de Danno-ura (1185), los Minamoto prevalecieron y Yoritomo, jefe del clan, se declaró shogun, inaugurando así el shogunado, régimen que pervivió hasta el siglo XIX.
Tanto China como Japón sufrirían, en el siglo XIII, el embate del pueblo que sacudió el Asia entera: los mogoles, comandados por Gengis Khan, se lanzaron a la conquista de Asia: serían los sucesores del legendario caudillo mogol quienes, en el siglo XIII, acabarían con las dinastías reinantes en China... pero Japón resistiría bravamente, y Qublai Kan no pudo doblegar a los japoneses. Emprendió contra ellos dos expediciones: la primera, en 1274, logró desembarcar cerca de Hakata, pero la resistencia japonesa en aquel punto y una oportunísima tormenta obligaron al frente mogol a retirarse hacia Corea; en la segunda (1281), se cree que pudo constar de hasta 140000 soldados, y fue rechazada con éxito por los japoneses, logrando una de las derrotas más sonadas del imperio mogol. Mientras preparaba una tercera expedición, Qublai kan falleció (1294) y sus sucesores determinaron no seguir en aquel empeño, que ya tantas pérdidas había costado. La victoria japonesa era total.
Imperio Khmer
El imperio khmer de la actual Camboya ocupó lo que se conoce como época angkoriana, así llamada por ser la época en que se estableció su capital Angkor, fundada por Yaçovarman (años 889-900). A inicios del siglo IX, Jayavarman (802-850) liberó al reino khmer del dominio que ejercía Java sobre él y unificó su país. Comenzaba así el brillante período del imperio khmer, que perduraría hasta el siglo XIV.
La sociedad khmer estaba dividida en estratos sociales, siendo el grado máximo el ocupado por el rey, mientras que la aristocracia –los brahmanes– ocupaban los puestos más altos de la sociedad. Incluso existía una jerarquía de funcionarios fuertemente establecida. Igualmente bien organizado estaba cualquier aspecto de la vida, desde la religión a los medios de comunicación –amplias y largas carreteras– o medios de transporte, desde carros a barcas fluviales. Sin duda, el rasgo más espectacular lo constituían sus famosos y colosales templos de piedra.
Hasta el siglo XII, los reyes khmers dominaron la cuenca del Gran Lago y del bajo Mekong, alcanzando el Menam, y logrando su máximo esplendor, concretamente, en el reinado de Jayavarman VII (1181- c. 1219), bajo cuyo reinado Angkor sufrió su última urbanización, incluyendo los doce kilómetros de muralla, las cinco puertas monumentales y el templo de 820000 m2, así como las estructuras monumentales de máxima envergadura.
Imperio Mogol
El artífice del imperio mogol fue Gengis Kan (nacido entre 1155-1167 y fallecido en 1227). Tras ascender al poder (1196) sometió a los distintos pueblos de Mongolia y, tras unificarla (1206) se lanzó a la conquista de Asia. Relatar todas sus campañas excedería ampliamente los propósitos de este artículo. Baste decir que, a su muerte en 1227, controlaba prácticamente toda Asia. Antes de morir repartió su reino entre sus hijos Yuci, Yagatay, Ogoday y Tuli.
Ogudai amplió la conquista china, tomó Corea y emprendió la conquista de Persia. Sus lugartenientes fueron enviados a combatir Georgia y Armenia, y, entre 1236 y 1242, cargaron por fin contra Europa oriental, alcanzando el Adriático y plantándose ante la Europa central. A la muerte de Ogudai, se replegaron hasta el Volga, pero Guyuk, su sucesor, siguió en el empeño. Según parece, Guyuk pretendía conquistar los reinos cristianos pero, afortunadamente para Europa, su breve reinado (1242-1248) impidió tales propósitos, y los mogoles se centraron en la conquista asiática, que culminaría Qublai Kan.
Sería Qublai Kan quien daría al imperio mogol su máxima extensión, culminando la conquista de China y alcanzando Corea. China, el mayor país bajo dominio mogol, se convirtió en la joya del imperio, estableciendo allí la capital –Dadu o Janbalik, actual Beijing o Pekín–. Potenció así mismo el comercio con Europa, pues la enorme riqueza china le permitía contar con un inmenso caudal de materias con las que mercadear, y todo esto repercutió en el desarrollo de vías de comunicación –tanto con Europa como en el seno de la propia Asia– y el desarrollo de papel moneda. De su fastuosa corte y de aquel mundo entre la barbarie y el lujo nos dejó unas vívidas impresiones el mercader Marco Polo.
El Islam en la época del Cid, siglos IX a XIII
El Islam del siglo IX tiene su principal foco en el califato abbasí, heredero del usurpado califato omeya. De hecho, este siglo contempla el máximo esplendor de la dinastía abbasí, primero gracias a Harun al-Rasid, quien forzó a Bizancio a pagarle tributo y estableció contactos con el poderoso imperio carolingio, y luego por obra de su hijo al-Ma’mun (813-833), con quien el califato alcanzó su cénit.
Las enormes dimensiones del imperio califal –controlaba Persia, Jurasán, Siria y Egipto, y sus límites alcanzaban a Yemen, Armenia, Cachemira y Bizancio– conllevaban dos peligros de los que el califato nunca se vería libre: por un lado, era muy complicado controlar perfectamente todas las líneas fronterizas, por lo que éstas se veían en múltiples ocasiones atacadas por pueblos extranjeros; por otro lado, la inclusión de una multitud de pueblos y razas bajo el dominio de los abbasíes conllevaba la aparición de movimientos nacionalistas. Fueron éstos los que, a lo largo del siglo IX y posteriormente, fragmentaron el califato al obtener sus respectivas independencias o semi-independencias. Sin embargo, la secesión territorial no se correspondía con la religiosa y cultura, ya que todos los pueblos islámicos se sentían como parte de un todo, de ahí que pueda hablarse, por un lado, del califato y el resto de países y reinos en un sentido político, y del Islam como unidad cultural.
Durante los reinados de al-Ma’mun y al-Mu’tasin (833-847) se consituyó una guardia pretoriana al servicio del califa, conformada por soldados-esclavos procedentes del Asia Central. Estos soldados pasarían a tener cada vez mayor relevancia e influir de manera decisiva en el califa. Añadiendo a este factor la corrupción burocrática, consecuencia del poder creciente que el funcionariado había ido adquiriendo, y el hecho de que no era rara la sucesión a raíz de hechos de sangre –así, por ejemplo, al-Ma’mun había llegado a la soberanía tras una guerra civil en la que murió el otro pretendiente al trono, su hermano Amin–, y la presencia de revueltas que requerían de la intervención del ejército para ser controladas. Aquí se entró en un círculo vicioso, pues se requería de importantes sumas pecuniarias a la hora de pagar estas tropas, por lo que se subían los impuestos, lo cual a su vez traía detrás nuevas revueltas.
A punto de entrar en el siglo X, todos los factores enumerados –inclúyanse los citados movimientos nacionalistas y los ataques fronterizos– habían dejado al califato sólo con el control absoluto de Iraq –recuérdese que la capital del califato era Bagdad desde la segunda mitad del siglo VIII, cuando la dinastía reinante instaló allí su capital (762)–, mientras que el resto del antiguo califato se había disgregado en territorios independientes y semi-independientes.
El siglo X vería la caída de los abbasíes. En la primera mitad del siglo, diversos hechos marcarían la historia del Islam: por un lado, la existencia del califato si’í-fatimí en el Magreb (fundado por Ubayd Alla en 910); por otro, la separación total de Al-Ándalus con respecto al califato en 929, con la proclamación del califato de Córdoba por Abd al-Rahman III. Y, la más importante para el califato, la aparición de Ahmad ibn Buwayh, iraní que entró en Bagdad, fundando la dinastía buyí y arrebatando el poder a los abbasíes, quienes dejarían de ejercerlo de facto para figurar únicamente de manera nominal hasta 1258, cuando, ya oficialmente, el califato abbasí se extinguiría definitivamente.
En el año 969, Yahwar, califa de los si’íes-fatimíes de el Magreb, conquistó Egipto y fundó El Cairo. Este hecho tendría, a la larga, una importancia fundamental en toda la historia del Islam, pues la relevancia de Egipto en el devenir del mundo islámico del medievo sería crucial.
El traslado del poderío fatimí desde el Magreb a Egipto obligó a los nuevos señores egipcios a desproteger sus antiguos dominios, que finalmente perdieron. Los fatimíes impulsaron dos políticas de manera fundamental: la comercial y la de conquista.
En el terreno comercial, Egipto constituía un lugar privilegiado al tener el Nilo, el Mediterráneo, el Mar Rojo y el desierto. A nivel fluvial y marítimo, poseían importantes rutas comerciales, por lo que se potenció enormemente el comercio con Europa por el Mediterráneo mientras que el Mar Rojo permitía las relaciones con la India. Por el otro lado, las rutas desérticas proveían a Egipto de esclavos y del oro llegado desde las minas sudanesas.
Pero también, como se ha dicho, los fatimíes egipcios se aplicaron a una política conquistadora, apoyada ésta en sus ejércitos conformados por bereberes norteafricanos, turcos –aparecidos en los ejércitos a partir del 969– y las tropas negras sudanesas. Esta mezcla de grupos en el seno del ejéricio hacía surgir rivalidades entre ellos, lo cual culminó en la guerra civil de 1062, por la que los nubios se quedaron el Alto Egitpo mientras que los turcos tomaron El Cairo. Poco después, una sucesión de malas cosechas que perduró casi una década (1062-1074) condujo a Egipto a una profunda crisis que derivó en anarquía. El cisma entre drusos y nizaríes (siglos XI-XII) no haría sino debilitar todavía más el poderío egipcio.
Todos estos factores que dañaban en buena medida la estructura del califato fatimí iba a ser aprovechada por sus enemigos: el siglo XI vería cómo los turcos exteriores al dominio islámico lanzaban incursiones contra el Islam, siendo fundamental la toma de la Transoxiana por los karajinies, que abrían así el paso a los turcos al oriente europeo, de ahí que los selyúcidas atacasen Bizancio, al que infligieron la dolorosa derrota de Manzikert. Por el norte de África se desplegaba los almorávides, cuyo imperio tanto daño haría a musulmanes y cristianos en España.
En 1169, Salah al-Din ibn Ayyub, el legendario «Saladino», llegó al poder para, en 1171, abolir el califato fatimí. Atacó en Siria y golpeó duramente en los cruzados, hasta el punto de tomar Jerusalén. En 1193, la muerte de Salah al-Din provocó nuevos problemas sucesorios. Al-‘Adil, hermano de Salah al-Din, tomó el control del ejército y fundó la dinastía de los yubbíes, entre quienes siguieron habiendo disensiones, agrietadas todavía más por los cruzados, que, viendo en Egipto el corazón del Islam y la clave para liberar Tierra Santa, desencadenaron varias cruzadas en el país del Nilo.
A mediados del siglo XII se produjo un cambio de poder en el norte de África: un nuevo imperio, los almohades, se enfrentan a los almorávides, venciéndoles en 1147, cuando tomaron Marrakech. Los almohades saltarían a la península ibérica y su imperio perduraría hasta el siglo XIII, cuando su derrota en Las Navas de Tolosa selló su destino y desaparición. Sería el mismo siglo en que los mamelucos, que habían desplazado a los ayyubíes en el poder, vencerían a los mogoles en ‘Ayn Yalut, resistiendo el empuje del gran imperio del siglo XIII. Sin embargo, no correría la misma suerte Bagdad, que en 1258 cayó para los ejércitos mogoles terminando con el que había sido el califato abbasí, de facto o nominalmente, durante más de cuatrocientos años.
Autor: Alfonso Boix Jovaní