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Europa en tiempos del Cid, siglos IX a XIII

 

Entre Europa y Asia: el Imperio Bizantino (siglos IX-XIII)

El inicio del siglo IX contempla el final de la dinastía isáurica (que gobernaba desde el 717 y finalizó en 802). La centuria se halla englobada en el período del imperio romano helénico (641-1204), cuando se orientaliza y heleniza el imperio.

La primera crisis iconoclasta, por la que se condenaban las imágenes religiosas y su culto, había sido superada por Irene, quien las restauró. Sin embargo, el golpe de estado de Nicéforo en 802 abrió un período de inestabilidad dentro del cual tuvo lugar un concilio en Santa Sofía (815) por el que se abría el segundo período iconoclasta, que perduraría hasta el sínodo que tuvo lugar, una vez más, en Santa Sofía, y que terminó con la crisis el 11 de marzo de 843.

En el año 820 ascendió al poder la dinastía amoriana, por la que se consolidaron las conquistas que el imperio ya había obtenido. El problema más grave tal vez fuese el cisma de Focio, por el que se condenaban de nuevo las imágenes religiosas y que llevó a romper relaciones con Roma. Afortunadamente para el imperio –como se verá, el apoyo de Roma era fundamental, y eso se notaba especialmente cuando Bizancio no contaba con él–, el cisma terminó rápidamente y reinstauraron las buenas relaciones con la Santa Sede.

En el año 863, la victoria de Petronas inició en avance de Bizancio hacia Asia Menor, avance jalonado de diversas victorias, entre las que destaca la destrucción de Tefriké (872), ya bajo el reinado de la dinastía macedonia iniciada por el usurpador Basilio I en 867. Sin embargo, y retomando las campañas en Asia Menor, las victorias no caían únicamente del lado bizantino. Los árabes conquistaron Malta en 870; en 878, Siracusa; y el siglo X se abría con las pérdidas de Taormina, Sicilia y el saqueo de Tesalónica entre 902 y 904.

Bulgaria mantenía relaciones con Bizancio desde el año 864 con Boris de Bulgaria. Mas, a la muerte del zar de Bulgaria Simeón (927), Bizancio tomó la determinación de atacar la Europa Oriental, expandiéndose así enormemente a lo largo de esta centuria y la siguiente tanto por dicha zona europea como por el próximo Oriente (en 975, Juan Tzimisces conquistó parte de Palestina).

Los rusos tampoco habían perdido la ocasión de atacar el este y tomaron Bulgaria en 968, siendo derrotados una vez más ante la máquina de guerra bizantina –al igual que en las dos ocasiones anteriores, frente a Constantinopla, en 860 y 941–, siendo Basilio II quien, abriendo el camino en la gran victoria de los puertos de Clidion (1014), lograba anexionar Bulgaria al imperio, dándole la extensión máxima que llegó a alcanzar.

Como ha sucedido ya en muchas ocasiones, el imperio macedonio inició su ocaso por una combinación fatal de factores, esto es, a causa de la intervención de enemigos exteriores como por problemas internos.

En efecto, a la muerte de Basilio II (1025) se produjeron los primeros síntomas de fragmentación, sin duda impulsados en buena medida por la incompetencia y desinterés en cuestiones de estado que mostraron los máximos gobernantes del imperio entre 1025 y 1055, quienes además tomaron diversas medidas impopulares, entre ellas algunas relacionadas con la recaudación de impuestos, todo lo cual devino en varias revueltas. A esta situación hay que unir los ataques en las fronteras de los temibles turcos selyúcidas y otros pueblos como los normandos y pechenegos.

Un factor adicional iba a dejar al imperio debilitado para siempre: el cisma de Miguel Cerulario en 1054, que culminaba con la creación de la iglesia ortodoxa, dejaba al imperio sin el apoyo del resto de la cristiandad, como se vería más tarde con las intervenciones de los cruzados –caso de la tristísima cuarta cruzada–.

Todo esto llevó a la desaparición de la dinastía macedonia, que llegó durante el reinado de Teodora (1055-1056). Se formaron dos partidos, el militar y el civil, siendo el último quien puso al frente del imperio a Miguel VI, destronado a su vez por el general Isaac Comneno, del partido militar, quien fracasó en sus intentos de mejorar la situación. El partido civil situó de nuevo en el poder a uno de los suyos, Constantino X, quien prestó poca atención a los asuntos militares, lo cual fue aprovechado por los enemigos del imperio para atacarle.

Romano VIII Diógenes intentaría reparar el daño inflligido militarmente a Bizancio, pero el imperio ya estaba muy dañado, y sin duda el desastre de Mantzikert fue la prueba más evidente de ello. Durante el gobierno de Miguel VII Ducas, los selyúcidas entraron en Asia Menor, mientras que los normandos tomaron la Italia bizantina (Bari), degenerando todo ya no en una crisis militar sino económica. Y fue Alejo Comneno, en semejante situación, accedió al poder con la esperanza de mejorar la situación cuanto fuese posible.

Alejo I combinó magistralmente la diplomacia con los recursos militares para frenar a los enemigos por todos los frentes. A ello hay que añadir la feliz presencia de los cruzados, quienes aliviaron al imperio de la presión que los turcos ejercían sobre él. Alejo I, además, supo renovar el estado reorganizando la administración, y la crisis económica pudo ser paliada mediante la devaluación de la moneda, aunque aumentaron también las cargas fiscales por los gastos invertidos en la diplomacia y la guerra.

Juan II Comneno (1118-1143) se dedicaría con éxito a combatir a los enemigos militares de Bizancio. Pero ni siquiera la dinastía comnena iba a salir impune de la caída final del imperio. Por un lado, ciertas campañas acabaron en verdaderos desastres, como el intento de conquista de Italia que, pese a las tomas de Ancona, Bari y Tarento, se saldó con la intervención de Guillermo de Normandía, quien destrozó la flota bizantina en Brindisi; por otro, algunas victorias, como la toma de Antioquía por Manuel I en 1158, dañaban en gran medida las relaciones entre Bizancio y la Iglesia católica.

Finalmente, la ascensión al poder del brutal Andrónico Comneno, con sus medidas salvajes, desató las iras de su pueblo, quienes, en la revuelta del 12 de septiembre de 1185, le desmembraron, siendo sucedido por Isaac II Ángelo (1185-1195), bajo cuyo gobierno se desató la anarquía total, por lo que los enemigos del imperio lo tuvieron verdaderamente fácil para golpear de nuevo.

Con Alejo III (1195-1203) el imperio se desplomaría, y, al ser sucedido por Isaac II acontecerían los tristes avatares que culminaron con el ataque de los cruzados a Constantinopla durante la cuarta cruzada (véase el apartado dedicado a la misma) y el desmembramiento del imperio, que se dividió en el Imperio latino de oriente, el Imperio Bizantino de Nicea, el Imperio Bizantino de Trebisonda y el Despotado Bizantino de Epiro.

El principado de Nicea fue el más importante de todos los reinos surgidos a partir de la división, pues logró restaurar hasta cierto punto el antiguo esplendor bizantino. Fue fundado por Teodóro Láscaris al huir de la conquista de Constantinopla por los cruzados. Para convertirlo en un principado poderoso, se tomó como ejemplo al antiguo y esplendoroso imperio bizantino, y fruto de ello fue la sucesión de victorias militares que permitieron al principado ampliar en buen grado sus dimensiones, así como la adecuada política comercial que llevó a un tratado entre Nicea y Venecia, tradicional competidora de Bizancio en el comercio mediterráneo.

A partir de aquel momento, el principado mantendría siempre una ascensión continua de poder que alcanzaría su puntos culminantes en las victorias y conquistas de Juan II Vatatzes (1222-1254) y la gran victoria de Pelagonia (1259) con Miguel Paleólogo, triunfo que dejaba el camino expedito hacia la capital. Y así, con los enemigos prácticamente retirados y casi sin lucha, Miguel VIII reconquistó Constantinopla. Por desgracia, la guerra con los latinos, que conservaban sus posiciones en el Peloponeso, obligó a Nicea a desproteger Asia Menor, que cayó para los turcos.

El nuevo auge del ya Imperio de Nicea hizo que el resto de países le viesen como un peligroso rival, especialmente en el caso de Carlos de Anjou, quien deseaba vencer a Bizancio a toda costa, llegando a conseguir una alianza conjunta entre su país y los reinos de Serbia, Bulgaria, y Venecia, problema que Miguel VIII supo capear. Serían estas rivalidades, junto con los enemigos externos –turcos principalmente, quienes tomaron Constantinopla el 29 de mayo de 1453 y Trebisonda en 1461– los que acabarían de manera definitiva con Bizancio en el siglo XV.

 

Europa durante los siglos IX a XIII

El siglo XI, el mismo que contempló al Cid, fue uno de los más convulsos de todo el medievo. Ello se debió a que fue el resultado de un cúmulo de acontecimientos acaecidos a lo largo de los siglos previos y, como éstos, el siglo XI fue también la base para los siglos posteriores.

Por ello, no es conveniente analizar la época del Cid sin tener en cuenta cómo era la Europa de los siglos IX al XIII, la que rodeó la época de Rodrigo Díaz, un hombre que fue, como todos, estuvo condicionado por las circunstancias que le tocó vivir, las mismas que le dieron la oportunidad de convertirse en un hombre que dejase una huella indeleble en la memoria, y que él supo aprovechar. a lo largo de los siglos previos.

Llegamos, pues, por fin a la Europa medieval, la que dio nombre a toda la Edad Media, como dijimos más arriba. Pese a la fama de época oscura del medievo, la guerra y la superstición no eran lo único que contemplaban los pueblos europeos. La cultura, el arte, estaban también presentes en aquella Europa de los tiempos del Cid.

 

El feudalismo

La sociedad feudal ha sido representada tradicionalmente como dotada de una estructura piramidal, cuyos diversos pisos o estratos estaban compuestos por los diversos estamentos sociales, situándose los privilegiados en las zonas superiores de la pirámide y los más desfavorecidos en la base o en los estratos cercanos a la misma. Los rangos de sus miembros eran hereditarios, y, puesto que indicaban la posición del individuo dentro de la pirámide, conllevaban así mismo unos derechos y obligaciones, las que conllevaban las relaciones señor-vasallo.

En efecto, un individuo podía ser señor de aquellos que se encontraban en escalafones sociales inferiores al suyo, pero a su vez era vasallo de quienes se hallaban por encima de él, a quienes debía obediencia y servicio. Por su parte, debía ayudar a quienes fuesen sus vasallos, por ejemplo, a la hora de protegerlos en tiempos de guerra.

 

La Cristiandad

El medievo es un período teocentrista –frente al antopocentrista que le seguiría, el Renacimiento–. Esto indica la importancia que tenía la religión para aquellas gentes. La Iglesia Católica Apostólica Romana detentaba el poder en la Cristiandad, esto es, el conjunto de países cristianos. De hecho, el Papa era la figura máxima de la pirámide feudal, por encima de reyes y emperadores. No era para menos, siendo el vicario de Dios en la tierra en una época en la que la fe era tan importante no sólo en el día a día, sino a la hora de acogerse a un poder superior que protegiese a los cristianos frente al invasor musulmán –caso de la Reconquista en España, o de las cruzadas en Tierra Santa–.

A su vez, esta concepción de los diversos países unidos por la regia papal explica la importancia de los cismas religiosos, que hacían temblar toda la estructura de la Cristiandad con escisiones que, más allá de cuestiones meramente religiosas, debilitaba a la Cristiandad al producirse conflictos en su propio seno, tanto por la propia escisión territorial que separaba las relaciones entre los países católicos de aquellos donde los cismas triunfaron –caso del cisma de Oriente, que concluyó con la fundación de la iglesia ortodoxa– como por los medios con que los cismáticos solían ser combatidos, a sangre y fuego.

Las cruzadas eran para todos los enemigos de la fe, y puede afirmarse, por tanto, que las guerras contra herejes fueron también un tipo de cruzada, como sucedió en la guerra contra los cátaros, predicada en 1208 por el Papa Inocencio III, y que tendría sus dos momentos más dramáticos en la batalla de Muret, donde murió el rey Pedro el Católico, y en Montsegur, donde la lucha de los cátaros hizo de aquel bastión un emplazamiento recordado por su heroica defensa.

 

El siglo IX

El siglo IX se inició con la coronación de Carlomagno como emperador por el Papa León III en la Navidad del año 800. El imperio carolingio amalgamó perfectamente los rasgos antes descritos sobre el medievo: guerra, poder político y militar, pero también cultura, de ahí la conocida denominación de Renacimiento carolingio para el esplendor cultural de la corte de Aquisgrán. Los logros culturales de eruditos como Alcuino de York tenían una talla tan grande como la del poderoso imperio que extendía sus fronteras casi a la par de las que abarcaba la Cristiandad.

Por supuesto, tan extraordinaria extensión de dominios conllevaba la inevitable necesidad de proteger sus límites, continuamente amenazados por los diversos invasores que, por uno u otro lugar, asaltaban las fronteras del imperio. Las costas occidentales, por ejemplo, requerían especial protección, pues los vikingos las atacaban a menudo.

Por tierra, más allá de los clásicos cinturones defensivos constituidos por fortalezas, encontramos auténticas regiones enteras dedicadas a la protección de la frontera imperial. Un caso evidente de ello de esto fue la creación de la Marca Hispánica: en el año 801, Carlomagno conquistó Barcelona y mantuvo su avance hacia el sur, siendo frenado por los musulmanes entre Tortosa y Huesca. Con ello, el noreste quedaba en manos francas y se convertía en la Marca, que constituía así un poderoso sector de defensa contra a los musulmanes y que, obviamente, superaba ampliamente la definición de cinturón defensivo.

El reinado de Carlomagno duró hasta septiembre de 813, cuando él mismo coronó a su hijo y sucesor Ludovico Pío. Sin duda Carlomagno veía cercana su muerte, pues ésta acudió a cobrarle su doloroso tributo el 28 de enero de 814. En 817 se producía la Ordinatio imperii, por la que quedaba establecida la división del imperio entre los hijos del rey.

No culparemos aquí a Ludovico Pío por haber logrado una división que, al fin y al cabo, ya dispuso su padre en Diedenhofen (806) y que sólo fue frustrada por la muerte de sus hijos Carlos y Pipino. Pero no es menos cierto que la división imperial, ejecutada en el Tratado de Verdún (843), así como los tratados de Meersen (870) y Ribemont (880) debilitarían al imperio, pese a los intentos de reunificación de Carlos el Gordo y el resurgir del período otoniano –a partir de Oton I, en 936, con quien el Sacro Imperio alcanzó su máximo esplendor–.

Fue el siglo IX el que vio la unificación de Inglaterra, pues Egberto de Wessex obtuvo el homenaje de todos los reyes ingleses. La vida en Inglaterra no era fácil, y no sólo por las condiciones en que vivía el pueblo durante el feudalismo. Unas islas eran presa interesante para los vikingos, por lo que los ataques de los hombres del norte no eran extraños, hasta el punto de que llegasen a dominar la Northumbria en el 866.

Los vikingos se desplazaban no sólo por el norte de la Europa Occidental (destaca, entre otros, el ataque a Hamburgo en 845), sino también por costas más alejadas (Lisboa en 844). En el año 800 otra rama vikinga, la de los varegos, se había desplazado hacia el este desarrollando actividades principalmente de carácter comercial. Su presencia en el este sería fundamental para Rusia: fundaron el reino de Kiev, su gran duque Oleg de Kiev, descendiente del legendario Rúrik (fundador del principado de Novgórod) unificó Rusia al dominar a todos los eslavos de uno y otro lado del Dniéper.

 

El siglo X

Fundamentalmente, dos acontecimientos marcan al siglo X, y algunos de ellos iban a ser determinantes para lo que acontecería en las centurias siguientes: por un lado, la ascensión al poder del antiguo imperio carolingio de los capetos (con Hugo Capeto, 987-996). Sería con esta dinastía que el imperio vería su desintegración final, ya en el siglo XII, reemplazando a los carolingios.

Por otro lado, en el año 910 comenzó levantarse Cluny. Sus miembros pertenecían a los benedictinos de la reforma de San Benito de Aniano, y se basaban en el ora et labora. La regla de Cluny contó desde su fundación con el privilegio de exención, esto es, dependía directamente del Papa, lo cual le evitaba cualquier tipo de tributo o impuesto a señores feudales. Más al contrario, se le otorgaron diversos monasterios que contribuyeron a iniciar una expansión que acabaría por convertirla en la orden más influyente de la Alta Edad Media, pues llegó a convertirse en la más poderosa orden de su tiempo, sin ningún género de dudas, extendiéndose por todos los países de Europa –en España, por ejemplo, substituyó al rito mozárabe en el siglo XI–.

 

Siglo XI

En el siglo XI se consigue una mejora sustancial en la obtención de alimentos gracias a las mejoras agrícolas, especialmente por el sistema de rotación de siembra, por el que las parcelas a cultivar se dividían en tres porciones, dos se dedicaban a distintos tipos de alimento –cereales propios del invierno en una, de primavera en otra– y la tercera se dejaba en barbecho, lo cual implicaba el poder contar con alimento todo el año, y con una producción ligeramente mayor que la conseguida hasta entonces.

El siglo XI fue convulso en toda Europa, sin excepción. Convulso a nivel religioso y militar, fundamentalmente. Esto se observa principalmente en tres acontecimientos fundamentales: la conquista normanda de Inglaterra, los cismas y las cruzadas.

El militarismo del siglo XI se observa también en los acontecimientos acaecidos en Inglaterra, donde Guillermo el Bastardo venció a los anglosajones en la Batalla de Hastings (14 de octubre de 1066) y pasó a convertirse en Guillermo el Conquistador al ser coronado rey (Navidad de 1066). Los franceses tomaron los escalafones de poder en la pirámide feudal inglesa, y su influencia afectaría en todos los aspectos posibles a Inglaterra, desde sus costumbres a su idioma, cambiando así el curso de su historia para siempre.

Pero si la conquista de Inglaterra se entiende meramente por la ambición de un hombre por poseer un reino propio, la guerra busca normalmente razones de peso que la justifiquen, y, en el siglo XI una buena razón para guerrear era la religión. Un importante problema en el seno de la Cristiandad fue el cisma de Miguel Cerulario (1054), esto es, el conocido cisma de Oriente, del cual surgieron los ortodoxos cristianos. Pero, sin duda, el gran acontecimiento religioso, político y militar del siglo XI, cuyos efectos se prolongarían a los largo de varios siglos, fue el nacimiento de las cruzadas.

La Primera Cruzada se inició a raíz del llamamiento que el Papa Urbano II realizó en Clermont-Ferrand (1095), por el que conminaba a los cristianos a marchar sobre Tierra Santa para liberar los lugares sagrados, que se hallaban bajo dominio musulmán. El teocentrismo explica que llamamientos por la fe a emprender campañas como la cruzada fuesen obedecidos de manera tan unánime y, más allá de los intereses políticos o de enriquecimiento que impulsasen a los cruzados, es obvio que un profundo sentimiento religioso animaba a aquellos hombres y mujeres que se encaminaron, bien en peregrinación, bien impulsados por vientos de guerra, hacia los Lugares Santos.

Así pues, los unos por cuestiones religiosas, los otros por afán de aventura y la esperanza de riquezas, los cruzados se armaron y tropas de todos los confines europeos se desplazaron hacia Tierra Santa. El triunfal asedio de Nicea fue el primer paso importante hacia el objetivo principal cruzado, al cual se llegó tras las victorias en Dorilea y la fundamental toma de Antioquía (1098).

La primera cruzada alcanzó su mayor esplendor al alcanzar la ansiada meta final: el 15 de julio de 1099, en una de las conquistas más aterradoramente sangrientas que se recuerdan del medievo por la crueldad con que los cruzados trataron a los vencidos, Jerusalén cayó en manos cruzadas, y Godofredo de Bouillon se convirtió en Protector del Santo Sepulcro, título que utilizó para no utilizar el de rey pues, como él mismo decía, no quería lucir corona de oro donde el Rey de Reyes la portó de espinas. Sería en el transcurso de las cruzadas cuando surgirían órdenes militares como la del Hospital, o la legendaria Orden de los Templarios.

 

El siglo XII

Fue éste el siglo en que terminó la conocida como Alta Edad Media. A lo largo de él, diversos aspectos experimentaron cambios o desarrollos importantes en esta centuria, desde el comercio a la guerra, pasando por política y religión.

El mundo religioso iba experimentar cambios que afectarían al devenir del mundo a partir de aquel siglo. Fue a inicios de aquel siglo (1115) que Bernardo de Claraval lanzó la revolución cisterciense, que acabaría reemplazando a Cluny y cuya orden perdura hasta nuestros días. Por otro lado, fue en los círculos monásticos donde nacieron universidades como Bolonia y Oxford. Precisamente, el mundo de la cultura, y en especial la filosofía, se verían conmovidos por las primeras traducciones de la obra aristotélica, que se darán en esta centuria y desplazarán las teorías platónicas.

En comercio iban a darse importantes novedades. En las ciudades apareció una nueva clase social, la burguesía, que se situaba fuera de la pirámide feudal, que no contemplaba a este nuevo grupo, pues no requerían servir a nadie por ser comerciantes. Con ellos aparecieron los gremios, en los que se asociaban los miembros de los diversos ramos de artesanos y comerciantes que podían encontrarse en una localidad, siendo todavía hoy posible encontrar algunas calles en nuestras ciudades que recuerden el antiguo emplazamiento de algún gremio en ella.

Todo esto, por supuesto, potenció el desarrollo económico de las ciudades, llegando a la aparición de la banca, así como los primeros salarios para los trabajadores. La agricultura también sufrió mejoras importantes, como el desarrollo de aperos (arado, yugo frontal), lo cual llevó a un aumento de la producción y, con ella, a mejoras económicas.

A mediados de siglo (1146-1149), a raíz de la toma de Edesa por los turcos (1144) se dio la segunda cruzada. Los cruzados, tras una penosa marcha por Asia Menor, decidieron intentar finalmente no la reconquista de Edesa sino la de Damasco, pero fracasaron estrepitosamente.

Desgraciadamente para el bando cristiano, Jerusalén cayó en manos del magnífico Saladino (1187), por lo que se desencadenó la tercera cruzada sólo dos años más tarde, perdurando hasta 1192, cuando Saladino logró mantener la ciudad bajo su dominio. Eran los líderes cruzados Felipe II Augusto de Francia, Federico I Barbarroja de Alemania y el legendario Ricardo Corazón de León de Inglaterra. Durante la ausencia de este último –lo cierto es que apenas residió en Inglaterra durante su reinado– tomó el control del país su hermano Juan Sin Tierra. Ha querido la leyenda posterior dar mala fama a éste último, siendo injusta a nuestro parecer, pues Inglaterra vivió una época de prosperidad y mejoras que, sin duda, no hubiesen acontecido si nadie hubiese asumido el gobierno de un país cuyo legítimo rey estaba más interesado en Tierra Santa que en el buen destino de sus compatriotas.

 

El siglo XIII: las últimas cruzadas

Con el siglo XIII se inicia la Baja Edad Media. Por aquel entonces, la población europea sigue creciendo, como venía haciéndolo desde siglos anteriores, y, pese a las mejoras agrarias, estas no implicaban precisamente una mejora sustancial de las condiciones de vida, en cuanto que también había más bocas que alimentar a causa del crecimiento demográfico. Además, el sistema ya surgido en el siglo XI por el que las parcelas cultivables se dividían en tres porciones para distintos tipos de alimento se expandió por Europa, y daba mayor producción al principio, pero como agotaba más rápido la tierra que los antiguos sistemas agrarios, el aumento de alimento tampoco fue tan grande a la larga.

Debido al aumento poblacional fue necesario ampliar las áreas cultivables, pero, pese a los esfuerzos, la tierra disponible comenzó a ser escasa en este siglo, lo cual implicaba un aumento de las rentas por la demanda de tierra, lo cual hizo que muchos campesinos se viesen obligados finalmente a marchar a las ciudades, donde los gremios y la burguesía seguían prosperando.

El siglo XIII fue, además, el que vería más cruzadas: todas las que quedaban por suceder, de la cuarta a la octava. La cuarta cruzada (1202-1204) fue motivada por el fracaso de la tercera cruzada, que no consiguió recuperar Jerusalén. Los ayyubíes de Saladino tenían el control de la capital hebrea, por lo que se pensó en atacar el corazón del poder ayyubí: Egipto.

Los cruzados marcharon a Venecia y se pidió a Enrico Dandolo, dogo de la ciudad, que se ocupase del transporte, pues los cruzados se desplazarían por mar hasta Egipto. Por desgracia, a la hora de pagar, los cruzados no tenían bastante dinero. El dogo les pidió a cambio de sus servicios que conquistasen Zara, en Hungría, para Venecia. Un mes más tarde, los cruzados lo conseguían pero, estando allí, se enteraron de los graves acontecimientos que sufrían los Angelos, que gobernaban Bizancio, pues el emperador Isaac II estaba ciego y el trono había sido usurpado por su hermano Alejo III.

El príncipe Alejo IV, hijo de Isaac, pidió que le ayudasen a recuperar el trono, ofreciéndose a cambio a acabar con el cisma, ayudar a los cruzados y entregar una cuantiosa suma a Venecia. Los cruzados así lo hicieron pero, en lugar de hacer lo pactado, saquearon salvajemente Constantinopla. Esta cruzada desgarraba no sólo al imperio bizantino en cuarto imperios menores (véase el apartado dedicado a Bizancio), sino que resultaba absolutamente ineficaz en sus objetivos primordiales.

La quinta cruzada (1217-1221) buscó golpear de nuevo en Egipto, el centro del poder ayyubí, para recuperar Jerusalén. Comenzó con una desorganización absoluta, y sin un plan de maniobra claro, aunque finalmente se estableció como objetivo la conquista de Damietta, ciudad costera del delta del Nilo. El asedio, ejecutado por Juan de Brienne, rey de Jerusalén, y por el legado Pelagio, fue durísimo para los musulmanes, e incluso el sultán al-Kamil ofreció cambiar Damietta por Jerusalén, con lo que la reconquista de la Ciudad Santa se hubiese logrado. Sin embargo, los cruzados no aceptaron la propuesta y, tras la toma de la ciudad, optaron por seguir el avance por Egipto. El delta, con sus dificultades naturales estivales, época de crecidas, les puso en serios apuros hasta llegar a una sonada derrota ante El Cairo, lo cual les obligó a abandonar Egipto y, con él, Damietta.

La sexta cruzada (1228-1229) fue exitosa, al menos temporalmente, pues Federico II de Alemania consiguió un pacto con el sultán al-Kamil por el que Jerusalén volvía a ser cristiana, pero se permitía a los musulmanes estar en la explanada del Templo. Esto duró hasta 1244, cuando los tártaros reconquistaron Jerusalén (23 de agosto de 1244). 

En la séptima cruzada (1248-1250) impulsada fundamentalmente por Luis IX de Francia, los cruzados tomaron Damietta con facilidad (1249) y avanzaron por el Nilo con precaución, pues recordaban el castigo que el gran río había infligido al contingente de la quinta cruzada. Una derrota militar en al-Mansurah puso a los cruzados en retirada, la cual fue desastrosa hasta el punto de poner al monarca en manos musulmanas, siendo liberado el 6 de abril de 1250 a cambio de la ciudad de Damietta.

Con toda esta situación, por la que recuperar Jerusalén parecía tarea excesivamente dificultosa, el occidente europeo miró hacia el este, buscando nuevas soluciones: se plantearon establecer alianzas con el imperio mogol, cuya imparable fuerza militar sin duda les permitiría conquistar Tierra Santa. Sin embargo, tan estupenda idea no dio frutos, por lo que hubo que optar por seguir con una nueva cruzada puramente europea.

Fue en 1270 cuando acaeció octava y última cruzada, principalmente motivada no ya por recuperar Jerusalén, sino por pérdidas como la de Antioquía (1268). Luis IX partió hacia Egipto de nuevo e intentó convertir al cristianismo al rey tunecino, muriendo ante las murallas de Túnez el 25 de agosto de 1270. Con su final terminaban también casi dos siglos de cruzadas.

Autor: Alfonso Boix Jovaní

REV. ALC: 08.10.18

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